El comedor especial

Al comedor especial van los residentes que necesitan ayuda. Comen en el primer turno, cerca de las doce. A los que pueden hablar les dan a elegir entre dos o tres primeros y dos o tres segundos. ¿Qué prefiere, doña Ascensión, sopa, macarrones o crema de calabacín?

Doña Ascensión pide macarrones. Es la única que ha pedido macarrones. Los demás tienen puré.

Tres señoras vestidas de blanco van dando de comer a los residentes. Cuando llega el turno de doña Ascensión no quiere los macarrones, y mastica mucho más de las treinta veces recomendadas en tragar cada bocado. La señora vestida de blanco coge el plato y lo trae de vuelta con macarrones y puré, todo mezclado. Así se lo come mejor, verdad  doña Ascensión? Doña Ascensión no contesta, pero ahora abre la boca cada vez que el tenedor se para delante.

Al fondo una señora grita no. Le está dando el puré la rubia. ¿Cómo que no? A comer. Noooooooo. Sólo dice no. Grita no. Como si no fuera el último resquicio de voluntad propia que le hubiera dejado el tiempo, y se resistiera a dejar de usarlo. No. Un manotazo descoordinado estuvo a punto de hacer caer la cuchara que la rubia le llevaba a la boca. La rubia se enfadó. Si no come después no vienen sus hijos a verla. Así que a comer, ¿no quiere que venga su hijo? Pues eso. Y le mete una cucharada tras otra el puré, con una actitud de irritación evidente.

A la rubia le tocan las rebeldes, y ya se le está agotando la paciencia. Así que se niega a perdonarle el melón a Pruden, que no ha rechistado esta vez para todo lo demás. Pero ahora también dice no, y a pesar del no se encuentra con un trozo de melón en la boca, así que es imposible comprender lo que farfulla, pero, posiblemente, y dado que con la edad se perdona la impertinencia e incluso la vulgaridad, esté mandando a tomar por culo a la zorra esa que le hace tragar.

Gisela está sentada en la última mesa. Al lado de María Luisa. Gisela tiene una piel transparente que enseña sus venas. Y el pelo blanco, algodonoso, peinado con mimo en un moño. Está vestida con pulcritud, y mientras espera su turno para comer mira al infinito y se frota una mano contra otra, como si se las estuviera lavando. Se puede frotar las manos pero o no puede o no quiere coger el cubierto y comer por sí misma. En el comedor especial están los residentes que necesitan ayuda. No pueden o no quieren comer. Ninguno parece tener hambre allí. Y sólo a las tres señoras de blanco parece preocuparles que no se debiliten.

Se vuelve a escuchar el grito desde el fondo. No!!!!

Entonces, Gisela, levanta la cabeza, sin dejar de mirar al infinito, y clama papá, donde estás?

Desde el fondo la señora que sólo grita no, grita ahora mamá.

Una señora vestida de blanco se acerca corriendo y regaña a Gisela con condescendencia por no haber comenzado a comer. En realidad está tratando de distraerla para evitar más preguntas de esas que hacen llorar al comedor especial.

Camiseta escudo

En la piscina éramos pocos hasta que llegó un vecino de unos quince años con su pandilla. Si yo pensaba que los niños pequeños son gritones era porque no había tenido en cuenta que todo puede ser directamente proporcional a la edad. No es lo mismo que un niño de veinte kilos se tire al agua gritando bomba a que lo hagan una vez y otra y otra, diez adolescentes de setenta. No es lo mismo.

Tras las zambullidas, tras irse tirando unos a otros, con camisetas puestas, quitadas, con rugidos, con risas, risotadas, diez o doce adolescentes y sus kilos de testosterona invadieron la piscina. Y fuera de ella todos los demás. (Lo reconozco, los pocos que estábamos huimos del agua despavoridos). Todos menos uno, un intruso. Un adolescente más de la pandilla que no estaba con los demás. Uno al que les habría sido del todo imposible tirar a la fuerza. Uno al que era imposible no ver. El único que no dejaba ver la marca de sus calzoncillos por debajo del bañador, ni de los pantalones. Pues a pesar de la moda, su camiseta lo cubría todo muy bien.

Los demás le gritaron. Venga tío, si estamos solos, qué más te da, báñate hombre. Pero hombre y tío se negaron. Me lo imaginé en ese momento lamentando todos aquellos momentos en que no hizo caso a la mirada de reproche de su madre al verle llenar una y otra vez su plato. Y me lo imaginé esa misma noche consolándose a escondidas con más comida. Quién cojones le mandaría a él decir que sí.

El chico gordo se mantuvo en sus trece en un gesto tan absurdo como su complejo.  Absurda la ingenuidad de pensar que, oculto tras esa enorme camiseta -que a pesar de todo rellenaba-,y de aquellos pantalones, no se adivinarían sus cincuenta kilos de más. Y yo pensaba ¿de veras crees que una camiseta es un buen escondite? ¡quítatela, chaval! Salta ahí y grita bomba. Que no vas a vaciar la piscina. Estás gordo. Tú lo sabes, y quien puede verte lo sabe. Con camiseta o sin ella. ¿Qué más te da? Si no te da igual, adelgaza. Y si no quieres adelgazar, quítate esa estúpido complejo, y con él la estúpida camiseta, y diviértete haciendo el burro con los demás.

Pero no me oyó. Y se quedó él solo. Mirándolos. Rogando en silencio que sus compañeros dejaran de insistirle en voz alta. Porque él sí sabía que no estaban solos. Y sólo rogaba que nadie hubiera reparado en los gritos de sus compañeros, que explicaban los motivos por los cuales él se había quedado allí solo. Y entonces, a pesar de su camiseta, todo el mundo sabría que está gordo. Y lo peor de todo, que se avergonzaba de ello.

A mí me dio mucha pena. Pero quiero pensar que los complejos, como el exceso de testosterona, como la adolescencia, como la ingenuidad, pueden llegar a ser pasajeros.