Autoconcepto y redes sociales.

Cuando tenía catorce años vivía en Palma de Mallorca, iba a un colegio femenino de monjas, llevaba un uniforme gris, y me consideraba -de hecho, creo que lo era- una niña bastante pava y aburrida. Sin embargo, mi amiga Mónica era una mujer mayúscula: repetidora que fumaba cigarros, besaba con lengua, bebía alcohol y bailaba en discotecas.  Pero esa mujer de verdad con vida de verdad y un novio de verdad -Christian-, tenía complejo con su culo, y mientras caminábamos por el patio me preguntaba ¿cómo tengo yo el culo, como esa de ahí? ¿o como esa otra? ¿se me ve así o más gorda, ¿o menos? 

Creo que ese fue mi primer encuentro con la dificultad que presenta el autoconcepto. No se trata solo de aceptarse, sino de tener siquiera claro cómo es uno mismo, habida cuenta que la mayor parte del tiempo no tenemos delante nuestra imagen, sino la idea que nuestra cabeza se hace de ella. Y cuidado con la cabeza, que aunque a veces nos imagine mejores, otras muchas nos hace peores. ¿Cómo somos al margen de ella? ¿Es posible ser al margen de ella? Y si todo esto ocurre alrededor de lo meramente físico, de algo que tiene una forma y unos límites determinados y definidos, redondear nuestro autoconcepto con la idea de la persona que somos contenida en ese cuerpo del que ya nos cuesta saber qué pensar, puede llegar a ser incluso peligroso. 

El caso es que en esa época no existían las redes sociales y, sin embargo, también éramos vulnerables, inseguros e inestables. ¿Qué ha cambiado entonces con ellas? ¿Por qué nos planteamos algo más allá de la fragilidad propia de la edad? Creo que las redes sociales no han influido tanto en la fragilidad o la inseguridad (ambas vienen de serie) sino en el grado de exposición. Cuando las redes no existían, uno estaba expuesto ante uno mismo, ante su cabeza o ante comentarios de sus amigos, que se grababan en la memoria de cada uno pero en ningún otro lugar, y, el mayor escarnio público que alguien podía sufrir era una pintada ofensiva en un muro o un banco que tardaba pocos días en ser cubierta, y no eran escarnios muy frecuentes. Ahora necesitamos reforzar nuestro concepto de nosotros mismos de la misma forma que antes, pero esa pregunta de ¿cómo estoy? ¿estoy bien? ¿estoy igual o peor que ese o esa? se responde de manera indirecta vía likes, o vía número de seguidores. De hecho, el 92% de adolescentes entre 14 y 16 años tiene perfil en redes sociales y los usan para sentirse integrados, según un estudio de Google, Fad y BBVA. 

Se trata de un pulso en el que sometemos nuestra propia imagen a la aprobación de amigos, compañeros, conocidos y desconocidos que se asoman para refrendarnos o no. Y para conseguirlo, si la realidad no nos gusta del todo, la cambiamos con poses, filtros, perspectivas, ediciones. En la vida analógica también, para tratar de mejorar, recurrimos a capas de maquillaje, labiales, tintes, dietas, gimnasios, moda y peinados, pero en redes, además de todo lo anterior, tenemos la edición de imagen fotográfica. Es increíble comprobar cómo todo el mundo se ha convertido en fotógrafo. Vas a Ikea y te venden, junto con la estantería Billy, kits de fondos para tus sesiones y sets de iluminación. Y si no, siempre quedan los filtros. Tener ojos azules o una piel perfecta nunca fue tan fácil. El caso es que realidad y apariencia se difuminan cada vez más, y nuestro autoconcepto, confuso y escurridizo, corre el riesgo de difuminarse con ellas.  

La tecnología, la moda o la cosmética ponen a nuestra disposición medios para transformar nuestra imagen y las redes sociales multiplican nuestra exposición a la hora de solicitar la aprobación propia a través de la de los demás. Y, tratando de no dejarnos llevar por el autoengaño, tratando de sobrevivir a las preguntas ¿y cómo soy yo?, ¿como esa?, cargando con nuestra necesidad de ser aceptados, o incluso un poquito queridos, ahí seguimos: pequeños y frágiles humanos, aprendiendo a ser en estos tiempos de tintes, filtros y números de likes

Mini job

Ayer, mirando la prensa buscando reinvenciones, me llamó la atención un nombre que no había leído hasta ahora: los minijobs. Qué nombre tan chulo y tan bien traído, se define un poco solo, y más en este contexto de pocojob que hay ahora. El nombre es cool. Vamos, que yo lo leo, y así por lo que dice no lo querría para mí, pero suena tan mono que dan ganas como de adoptarlo -para otros-.

Eso mismo les ha debido pasar tanto al BCE como a los chicos de la CEOE, aunque ellos digan que les guste para fomentar el empleo. En Alemania llevan ya años con este tipo de contrato, y piensan que es el momento de adoptar esa modalidad aquí, cosa que le daría un punto esnob a la lista de las actuales -entre “contrato temporal”, en “prácticas”, de “obra y servicio”, “becario”-etc…-, y minijob, no hay color.

Si así por el nombre ya puedo intuir que no lo querría para mí, el conocer sus características me reafirma en este punto: se trata de un contrato de trabajo para jornadas de un máximo de 15 horas semanales y un máximo de 400 euros. El empresario paga el 2% a Hacienda y el 28% a la Seguridad Social. El trabajador puede, voluntariamente, añadir el 4,5% de sus ingresos como complemento de cotización a la Seguridad Social para ampliar las coberturas de jubilación y de IT (eso le dejaría una retribución máxima mensual de 382 euros). El trabajador tiene derecho, igualmente, a vacaciones remuneradas y, éste puede compatibilizar dos o más mini-empleos de manera simultánea. Está pensado para empleos no cualificados. Y en Alemania, estudiando el perfil de sus 6 millones de usuarios, lo escogen sobre todo estudiantes para poder compatibilizar el trabajo con el estudio.

Leyendo esto, además, me reafirmo en que debe haber algún otro motivo que no sea el de incrementar el empleo. Porque yo no termino de ver cómo podrían estos contratos mejorar la situación de pocojob actual.

Si la situación más preocupante de desempleo es, por un lado, para parados de larga duración, de mediana edad, cualificados o no, y por otro, para jóvenes cualificados –y mucho- que intentan acceder al mercado laboral, el crear una modalidad nueva pensada principalmente para jóvenes que quieren compatibilizar trabajo y estudios, cuando además ya existe la fórmula del becario, ¿de verdad va a solucionar el problema del paro?

¿Por qué no contratan o despiden las empresas? Yo pensaba que era principalmente porque había caído la demanda: no se vende, luego se necesita producir menos, luego se necesitan menos empleados. El problema no es tanto que contratar sea caro como el descenso de actividad.

Teniendo en cuenta que hablamos de España y no de Alemania, ¿por qué podría resultarle a la patronal tan atractiva esta modalidad de contrato? Sí, ya, porque los minijobs son muy monos. Pero si me pongo un poco malpensada puede que forzando un poco el público objetivo para el que fue diseñado, quizás, las empresas podrían compensar la caída de demanda -con la consecuente caída de beneficios- reduciendo costes. Despedir de entrada sale caro –no me extraña que también se quejen- pero bueno, echando números, si consiguen sacar un ERE adelante, deshacerse de más plantilla de la que necesitan para adecuar la dimensión de la empresa a las nuevas circunstancias –las de vender poco- y sustituyen ese exceso en la medida de lo posible por mini contratos a precios de saldo, pues los números igual se arreglan. Pero oye, que tampoco hay que ser tan estrictos, que si en lugar de un estudiante acepta el miniempleo un joven licenciado, con máster, y tres idiomas, pues tampoco se le va a decir que no, que alguien tendrá que dar a los chavales la oportunidad de su primer trabajo -sí, esos a los que antes se contrataba en prácticas-. ¿O que dice que sí una persona que lleva tanto tiempo en el paro que ya se le han terminado tanto la prestación por desempleo como los subsidios, pero siguen vigentes sus cargas familiares? Pues nada, no se les va a hacer el feo, que con tan de echar una mano a quien lo necesita… Lo que ocurre es que 15 horas dan para poco, es decir, que ya que se les contrata, y teniendo en cuenta que hay que ser conscientes de que estamos en un momento en el que hay que darlo todo y arrimar el hombro, pues igual no sería una locura pedirles que alargaran un poquito su jornada. Un minijob son 120 euros al mes; levantar la economía nacional no tiene precio.

Los chicos de la CEOE tienen muy claras las reinvenciones necesarias para salir de la crisis: no aumentar la presión fiscal en las empresas, apostar por la sanidad y la educación privadas, reducir el número de funcionarios, abaratar los despidos, y abaratar las contrataciones. Pero entonces, si más funcionarios y no funcionarios se van a la calle con menor indemnización, y los que trabajan ganan menos, hasta llegar incluso a fórmulas como el minijob, me pregunto si los empresarios de la CEOE piensan remontar sus cifras de ventas comprándose entre ellos sus productos, porque con esos poderes adquisitivos que va a tener el ciudadano medio gracias a sus medidas anticrisis, no veo otra solución.

Yo, por mi parte, les felicito por el nombre minijob. Como estrategia de marketing es buena. Pero si hablamos de soluciones que solucionen y no de nombres que inspiren ternura, yo le daría alguna que otra vuelta al asunto. Estoy segura de que se les puede ocurrir algo mejor.

Stoker vs Coppola

En mi escala de preferencias entre libro y adaptación al cine suele ganar el primero -dichosa tendencia a las comparaciones-. Sin embargo, ésta es una de las excepciones más claras que recuerdo.  Me surgió por un momento  la duda de que pudiera ser que el motivo no fuera otro que la inversión del orden, pues normalmente leo primero el libro y después la película, y  en este caso primero fue la película de Coppola, y años después el libro de Stoker. Pero no, creo que tengo argumentos mucho más sólidos que sostendrían la conmutatividad en mi juicio.

Y es que sobre la historia entretenida de Stoker, narrada a través de los diarios personales de los protagonistas enfrentados a Drácula, todos ellos personajes llenos de coherencia, virtud, valor, y tan parecidos unos a otros que sólo se diferencian porque el narrador ha tenido el detalle de titular los diferentes diarios, Coppola consigue contar una historia diferente y extraordinaria. Una historia en la que el ser más malvado y poderoso comete la debilidad de enamorarse. Una historia en la que de nada sirve toda la voluntad de una joven feliz y recientemente casada, ante la disyuntiva de elegir entre el amor finito, humilde y convencional de un buen hombre, y una pasión arrolladora, sobrenatural, al mismo tiempo terrible y maravillosa, que va más allá del tiempo y del espacio, y que la obliga al sacrificio de su propia vida.

Y así, en la cinta de Coppola, podemos escuchar al terrible vampiro, a aquél que ante el mundo se muestra arrogante y orgulloso, orgulloso de su naturaleza macabra confesar «no hay vida en este cuerpo, yo no soy nada, sin vida, sin alma. Soy el  monstruo al que los hombres vivos matarían. Soy Drácula«, susurrando un desgarrado «he cruzado océanos de tiempo para encontrarte«, y un «te amo demasiado para condenarte«. Y a una Mina que, más allá de sí misma, de su vida anterior, de su educación, de su matrimonio, de su fe, pronuncia «quiero ser lo que tú eres, ver lo que tú ves, amar lo que tú amas«.

Por todo eso, entre el libro que narra una historia de personajes planos, en la que una serie de héroes virtuosos dan caza a un monstruo terrible en un ambiente cuidadosamente gótico, y la posterior versión cinematográfica en la que, junto a la luz de sus héroes aparecen también sus sombras y debilidades, en la que un vampiro cuya naturaleza le ha destinado a ser el peor asesino  es capaz también de albergar un amor puro,  en la que la persecución genera conflictos en los deseos del espectador, que ya no sabe quién prefiere que gane en el que se suponía debía ser un duelo entre el bien y el mal, no tengo ninguna duda.

Y, también debo decir que admiro la generosidad de Coppola, que a pesar de ser para mí el gran autor de una de las mejores historias de vampiros de todos los tiempos, tituló su obra «Drácula de Bram Stoker».