Entre rejas

Para llegar a los locales de ensayo sin coche tendía que ir hasta el metro de Aluche y recorrer a pie un buen trecho de la Avenida de los Poblados. Tenía estudiado el recorrido y al salir del subterráneo me dispuse a ver con qué me sorprendía el trayecto.   Cuatro carriles para coches, aceras anchas, y nadie andando por la calle.

El primero edificio que vi estaba protegido por una valla de madera, con cámaras de vigilancia, las paredes eran amarillas, había rejas en las ventanas, y también fuera de las ventanas. Rejas de rejas, como unos paneles. Al ser de noche  las habitaciones estaban encendidas, y se podía ver a contraluz algo de lo que había dentro. Y lo que vi me conmovió. Coladas.  En todas las habitaciones había cuerdas dentro de las rejas, con ropa tendida.  Ver eso me puso triste. El acceso al edificio estaba prohibido salvo para vehículos autorizados, y frente a mi entraron varios coches de policía con sirenas. ¿Sería la cárcel de Carabanchel? ¿Pero no estaba cerrada? ¿Pisos de protección oficial tal vez?

Seguí caminando. Otra verja, esta vez metálica, con alambres de espino, protegiendo un descampado, y colgados en las rejas un montón de carteles de personas que decían no olvidar a quienes perdieron su libertad para defender nuestros derechos. Eso decían unos carteles. Otros pedían el Hospital de Carabanchel. En otros se reivindicaba un monumento conmemorativo por los presos políticos víctimas del franquismo.   Seguí poniéndome triste.

En la acera de enfrente leí un cartel de otro edificio, Sanatorio psiquiátrico Esquerdo. EL edificio no se veía desde fuera, sólo el cartel, un muro, y árboles. Me pregunté si detrás habría ventanas con rejas, y personas detrás, con sus bragas, calzoncillos y calcetines, y una camiseta, quizás la de la suerte, tendidos tras las rejas, como lo que antes había visto. Y también si no estaría caminando por un parque temático de lo más siniestro.

Estuve pensando en lo terrible de la pérdida de la libertad. Que sea necesario aislar a personas tras barrotes porque supongan un peligro para los demás me pareció una realidad terrible.  Pero más terrible el hecho de que se haga algo así sin que exista ese peligro real y demostrable para las demás personas.

Deseé llegar, porque hay caminos donde las tristezas se acumulan, una detrás de otra, sin dar tregua, y justo antes de llegar a Parque de María Eugenia de Montijo vi el último edificio, un gran polideportivo. También estaba encendido y desde fuera se veían las bicis estáticas, las máquinas de spinning, y demás.

Cuando entré en los locales de ensayo, leí con intensidad el cartel que te recibe bajando las escaleras y reza «Buscando la paz». Y después de tocar durante una hora comprobé con asombro de siempre, el efecto balsámico de la música.

Ahora acabo de buscar qué era el edificio ese de rejas que vi el otro día -no, no me lo he quitado de la cabeza-.  Es un Centro de Internamiento de Inmigrantes, en el antiguo complejo hospitalario de la cárcel de Carabanchel. Allí están presas personas que no suponen un peligro real para nadie, que no han delinquido, pero que no han nacido en este país y no tienen autorización legal para estar. Y todavía pensaremos que unas leyes escritas en un papel nos legitiman para una aberración semejante.  Como hace unos años otras leyes amparaban a quienes quitaban la libertad por diferencias ideológicas.  ¿Quién es un peligro para quien? Estamos en los tiempos en los que Ulises es de color negro, su Odisea es diaria a través de un continente llamado África, atravesando guerras, océanos, desiertos, y mil peligros, pero nadie la escribe, y tras llegar el héroe Ulises a Ítaca, es cacheado en plena calle, detenido y puesto entre rejas hasta su deportación.

No, no me lo puedo quitar de la cabeza.

Cómo podemos ser tan cretinos, y creernos tan cargados de razón.


Mi reflejo en el plato.

Mi futuro marido me ha dejado instalada en esta mesa. Le he pedido una botella de cava, porque me pienso emborrachar. Y le he dejado dicho que ni quiero carta, ni quiero que nadie me bombardee con sugerencias. Tráeme tú lo que consideres oportuno, y no te molestes en explicarme lo que es, pues no pienso entenderlo. Pero sobre todo, no olvides el cava.

Trago el primer sorbo mirando mi reflejo en un plato de cuatro esquinas. Apenas distingo el rojo de los labios. Levanto la cabeza y comienzo a mirar a mi alrededor. Al principio me he sentido incómoda en este lugar. Como si todo el mundo me estuviera mirando. Como si todo el mundo se estuviera riendo. Como si todo el mundo supiera que yo no he estado en un restaurante así en mi vida, ni muy probablemente vaya a volver. Como si a pesar de mi vestido negro ceñido, largo hasta las rodillas, las medias de cristal y los zapatos de salón, fuera destilando una vulgaridad que azotara a los aquí presentes.

Pero con la segunda copa ya estoy cómodamente apoyada en mi silla, como si del salón de mi casa se tratara. Ahora soy yo la que mira. Miro a toda esa gente. ¡¡Mira a toda esa gente!! Probablemente habrán reservado su mesa con varios meses de antelación, y se habrán encargado de que todo su círculo lo sepa. Para llegar después y pasar la noche hablando de cotizaciones bursátiles y de política exterior. Míralos con esas cabezas sin pelo, esas tripas tan grandes, esas tetas tan operadas, y esos labios siliconados. Con sus BMW en la puerta, sus despachos llenos de títulos, sus currículum llenos de ascensos. Míralos, gastando alegremente trescientos euros por cubierto, poniendo cara de orgasmo cuando de una sola pinchada vacían el plato, y se meten en la boca algo que no tiene aspecto de alimento, aroma de alimento, ni sabor de alimento, pero les encanta. Porque cuesta trescientos euros.

Y mira el chef, explicando por las mesas en qué consisten sus platos, que no son platos, son obras de arte, sugiriendo las exquisiteces de las texturas en la lengua, en el paladar, en la boca. Míralo, cómo gesticula excéntrico, cómo abre los ojos, cómo los cierra, cómo se contonea hacia delante, hacia atrás, cómo articula los brazos, cómo todo ese movimiento le hace perder el equilibrio a su flequillo, que se desmorona sobre la frente, y le da ese aspecto de sufrir algún trastorno serio. Es que lo vive, está sintiéndose tan maestro, que le parece increíble cómo puede poner al servicio del mundo una genialidad tan grande por un precio, proporcionalmente, tan pequeño. De verdad que he empezado a reírme sola, y no soy capaz de parar. Y no tiene nada que ver con el cava. ¿A eso le llama él creatividad? Creatividad es abrir la nevera de mi casa, y ser capaz de preparar una cena con media lechuga rancia y un huevo. Eso es creatividad, grandísimo estafador. Que yo no sabré en qué consiste la reacción de Maillard, pero cuando las he pasado putas, siempre he tenido una idea genial con la que seguir sobreviviendo. Y si no, mírame ahora. ¿Esto es o no es jodida creatividad?

Mira, por aquí viene Walter con el chef.

  • Señor, ésta es Cristina Fernández, mi futura esposa.

  • Walter, qué ceremonioso eres. Es usted el genio, verdad?

  • Encantado de conocerte, Cristina, es un placer haberte invitado esta noche,  aprecio mucho a Walter, y qué menos que conozcas el sitio donde trabaja tantas horas. Es un gran profesional. Por cierto, Walter, qué guapa es, ¿cómo la has engañado? (risas por compromiso) Cristina, te cuento lo que he pensado para ti.

  • Oh, no, por favor, me pongo enteramente en tus manos.

  • Perfecto, aunque me gusta explicar mis creaciones, creo que el conocimiento es fundamental para que la degustación adquiera todas sus dimensiones.

  • A mí me gustan las sorpresas.

  • Como quieras. Espero que disfrutes de la velada. Siento no poder dejarte a Walter, pero me resulta imprescindible.

  • El cava está siendo un compañero extraordinario. Muchas gracias.

Ya se van los dos. El chef con grandes y alegres zancadas, menando su flequillo y su arte. Walter le sigue, como un perrillo. Sumiso y fiel. Tan pequeño, tan indio. Sin duda debe ser bueno. Debe destacar de alguna manera, aunque así a simple vista me cueste trabajo creerlo. No he podido evitar que el paso del tiempo me haya convertido en una escéptica. No hay ningún título de hostelería que remunerar, ni experiencia previa, ni siquiera seguridad social. Eso sí, lo ha moldeado a su imagen y semejanza, como cualquier dios haría. Y Walter se siente afortunado. Tanto, que no le ha importado endeudarse para poder pagar el contrato que le va a permitir seguir trabajando tranquilo. Pobre Walter.

Claro, que las deudas de Walter son las que me van a permitir salir adelante durante un par de años. Por ahí viene sonriente con un plato sobre el que hay un vaso de los de chupito. Sorbete de mar, con esencia de berberecho y tamiz floral. Gracias Cristina. No me des las gracias, has pagado por ello.

Me pregunto si las veces que nos queden por hacer el paripé serán tan sencillas como disfrazarme de elegancia, sonreír sin ganas y emborracharme con un cava prohibitivo. Sólo siento tener que probar la guarrería esa de berberecho. Lo haré por Walter, que su jefe no diga que su futura mujer es una rancia. Y que cuando nos separemos no le diga “te lo dije”. Pobre Walter. Voy a brindar por él, y por la noche de bodas, que igual hasta se la regalo; hoy me siento generosa. Alzo la copa y vuelvo a buscar mi reflejo en el plato. Pero apenas veo el rojo de los labios.

Sin papeles

Cuando Rebeca se dio de baja para tener a su bebé, apunté a Miguel a una guardería y busqué a una persona que viniera un rato por las tardes para recoger a los niños, y cuidarlos mientras llego yo del trabajo. Hice una única entrevista. Nilda me gustó desde el primer momento, y además tenía varias referencias fiables que respaldaron mi primera impresión.

Como por las horas que iba a trabajar conmigo no me corresponde pagarle seguridad social no hablamos nada sobre el tema, pero lo cierto es que días más tarde, después de haber pactado condiciones y de haberle dado el trabajo, me enteré de que no tenía papeles.

Su caso es como tantos otros. Está separada, ha dejado a sus hijos en Bolivia, y vive compartiendo una habitación y gastando lo menos posible para poder enviar todo lo que gana a su familia y que tengan así un mejor futuro. Una separación que le pesa como una losa y que sabe será larga. Sin papeles no puede viajar a visitarlos, ni los puede traer con ella.

El pasado miércoles me llamó al móvil por la mañana.

Nilda, cuelga que te llamo yo.

No! Es que estoy detenida en Aluche!

¿Por qué?

Me pidieron la documentación a la salida del metro. Me van a tener detenida hasta esta tarde, y no me querían dejar llamar, pero necesitaba decirle que no me dará tiempo a recoger a los niños, llame a su madre.

Bueno, ¿y qué pasa ahora? ¿Puedo hacer algo?

No, me dejan salir esta noche, y me darán una carta de expulsión.

Bueno, después te llamo a ver cómo va todo. No te preocupes que ya soluciono el tema de los niños.

La llamo yo, que no me permiten tener el móvil conectado.

Mi primera reacción fue preguntarme si la policía no tiene mejor cosa que hacer que redadas para detener indocumentados que se ganan la vida honradamente. ¿No será mejor perseguir a quienes no se la ganan de manera precisamente honrada, tengan o no papeles? Supongo que esa gente da más problemas y es menos sumisa. Una redada a pie de metro es un trabajo mucho más fácil. Sí señor.

A Nilda la soltaron por la tarde. La trataron bien. Le dieron una carta de expulsión para dentro de seis meses. Eso significa que durante los próximos seis meses está de forma regular y no la podrán detener. Al finalizar ese plazo deberá tener su situación regularizada o bien irse. Es decir, estará en la misma situación que estaba justo antes de ser detenida.

¿Qué por qué no lo hace? Porque para obtener un permiso de trabajo debe volver a Bolivia y desde aquí el empleador solicitar autorización para que venga a trabajar con un contrato. Y ella esperar allí el que esa solicitud sea aprobada o denegada. Pero el hecho de que haya estado ilegalmente en el país es motivo de denegación.

Otra vía es legalizar su situación por arraigo. Para eso debe esperar a cumplir tres años de permanencia en el país y demostrar que ha estado trabajando y tiene trabajo. Nilda lleva casi dos años. Así que ante la perspectiva de tener que pagarse un vuelo a Bolivia y la posibilidad de que le denieguen el permiso y con ello la posibilidad de volver a España y el haber tirado por tierra todo el esfuerzo de su último año y medio, ha decidido esperar a hacerlo de esta segunda forma.

Yo puedo comprender que la inmigración deba realizarse de manera controlada. Pero lo que no puedo entender es la situación actual, en la cual, traer a un trabajador extranjero con los papeles en regla sea una tarea complicadísima, y sin embargo entrar en el país de forma ilegal sea cuestión de coser y cantar.

Y lo sé, porque la hermana de Nilda quiere venir a España y la estoy arreglando los papeles. Y cada día hay una traba nueva. Mientras que Nilda sólo tuvo que sacar un billete de avión y una visa de turismo.

Eso sí, después hay un policía a la salida del metro pidiendo papeles. Y una comisaría llena de inmigrantes ilegales a los que entregan cartas de expulsión.

A lo mejor soy un poco lenta. Pero yo no lo entiendo.