Lo que faltó por contar

Leo un twitt de una mujer que no conozco de nada, y que firma con pseudónimo, que hay una campaña para donar libros en la cárcel de mujeres. Un par de horas más tarde la estoy llamado a su móvil. Otras dos horas más tarde estoy en Antón Martín con una bolsa llena de best sellers que, o bien no me he leído y no pienso leer, o bien he leído y no pienso leer. Eso me refuerza un poco la sensación de que el único mérito que podría tener es el de haberme molestado en salir de casa para llevarlos a un punto de encuentro. Al salir del metro en el i-pod suena Nunca me entero de nada de Los Planetas, y veo caminar al músico que había pedido limosna en mi vagón solo por por los pasillos. Veo mucha soledad en esa escena. Y hago click.

Me encuentro con la mujer, que es profesora de la UNED, y ha estado impartiendo en la cárcel de mujeres de Alcalá un seminario, donde prometió a las reclusas hacerles llegar literatura y cine. Me pregunta que si son novelas. Sí, best sellers facilones. Perfecto, me contesta. Mis compañeros me criticaron que hubiera usado cine comercial en mi seminario, pero ¿no se dan cuenta de que están en la cárcel? Por un lado se trata de llegar a ellas, y por otro, lo que quieren es evadirse, soñar que están en la playa, o viviendo aventuras, y no leerse un manuscrito en swajili, o un ensayo filosófico. Me decían las presas que les gustaba Lara Croft, porque está buena, es inteligente, tiene pasta y hace lo que le da la gana. ¿Eso es o no es feminismo? Le contesto que sí, supongo. A pesar de que yo no soy especialmente sensible al sentir feminista.

Le entrego la bolsa, nos despedimos, me dan unas gracias que sigo opinando no merezco salvo por el paseo, y vuelvo al metro. Pienso que llevo unos diez días con una cuenta en twitter, y que esos son exactamente los días que he tardado en traspasar los límites del ordenador para comenzar mi experiencia en la calle. La de verdad. Recuerdo eso que me dijiste de salir a la calle porque las cosas pasan en la calle. Tras el recuerdo me pregunto si hace diez años habría hecho lo mismo. Posiblemente hace diez años habría sentido el impulso, pero me habría quedado en eso.

A pesar de que hace una buena tarde, salvo los cinco minutos en que estuve charlando con la profesora, casi todo el tiempo transcurre en el metro. No sé por qué no me decidí a caminar. A la vuelta los vagones van repletos. Escuchaba música, pero a pesar de los volúmenes absurdos que acostumbro, me di cuenta de que el propio vagón cantaba. Me quito los auriculares y escucho. Se oye el final de algún canto un tanto descoordinado. Después escucho perfectamente acompasado  «el pueblo unido jamás será vencido». Los mineros. Intento distinguir al grupo entre el amasijo de brazos y cuerpos que me bloquean el campo de visión y no lo consigo. A pesar  de la falta de visibilidad, y de la carga de ingenuidad de su consigna, me preparo para grabar un vídeo con el i-pod y lo grabo. Justo estamos llegando a Sol. Cuando descargo el vídeo esta mañana para colgarlo aquí me doy cuenta de que lo he grabado colocando el aparato en posición vertical. Igual de idiota que aquel personaje mío que se tildaba a sí mismo de idiota.

Tengo el impuso de bajarme con ellos y seguir el canto de las sirenas, y subir a la superficie, precisamente en Sol, y obervar a los mineros y a quienes los esperan. Pero me quedo en el impuso. Me pregunto si dentro de diez años lo habría seguido. Vuelvo a ensordecerme con mi música y consigo abstraerme de tal forma que me paso de estación, y no me doy cuenta hasta llegar a Iglesia. Como de todos modos tengo que coger de nuevo un tren en sentido contrario decido regresar a Sol. Mientras espero a que llegue me da por pensar en los libros que han quedado en esa bolsa. Los pienso tristes en la estantería de casa, por el abandono. Libros para ser leídos una vez o ninguna. Los imaginé después en la cárcel, contentos, tocados y acariciados y leídos una y otra vez, con las tapas ajadas, y las esquinas superiores con marcas de dobleces, sintiéndose importantes y útiles, con su autoestima bien alta. Y estoy contenta porque creo que también ellos estarán contentos en su nuevo hogar.

Llego a Sol en un vagón medio vacío, y me resulta un tanto decepcionante. Pensaba que se iba a repetir el espachurramiento, y el canto de sirenas, pero nunca se repite nada. Los momentos son siempre únicos. Está todo tan desangelado en relaicón a la idea de una estación tomada por el acontecimiento revolucionario del símbolo minero que tengo que asegurarme, leyendo de nuevo el cartel, que estoy en la estación en que debo estar. No hay duda. Es Sol. Me voy al andén de enfrente, por si la revolución llega desde el sentido opuesto. Y no. ¿Qué ha ocurrido? Quizá debería ir a la superficie. Miro el reloj, pasan ya de las nueve y veinte. A las nueve y media es mi hora de poder preguntar por los cachorros, tengo que comprar pan, terminar de recoger en casa, llevo casi dos horas vagabundeando por túneles subterráneos y me he habituado al subsuelo… No sé. Sí. Son excusas. Pero me sirven. Me monto en el siguiente tren. Hago trasbordo en Tribunal. Aunque me fijo no vuelvo a ver un solo minero. Pero veo en el andén una pareja de señores mayores que mientras esperan lo caminan a paso suave de una punta a otra, tomados de la mano. No se sueltan ni cuando llega el metro y han de subir. Y los fotografío.

Al final, pienso que vuelvo a casa con un impulso insatisfecho y dos rarezas subterráneas: un vídeo vertical de esa extraña raza de personas en las que aún circula sangre por las venas, y un par de fotos de una pareja que se sigue manifestando ternura al margen de los años, o de la edad.

La aventura ambigua

Las sorpresas tienen tantas formas, colores, sonidos y aromas diferentes que a veces no las reconocemos. Sobre todo porque no las esperamos. Eso sí que es fundamental y maravilloso en las sorpresas, el no esperarlas.

Hace unos cuantos días, aprovechando que estaba sola, me fui al cine. Al salir la noche era estupenda, tan oscura y tan cálida, y yo tenía el ánimo tan bajo y la cabeza tan ocupada, que necesité dar un paseo y volver a casa andando.

Y así iba yo, disfrutando de mi momento de soledad, enfrascada en mis cavilaciones, ajena a la calle recorrida, cuando una voz me sacó de mí misma y me trajo de nuevo al mundo de los vivos:

«veo que caminas sola, yo también voy solo, si quieres caminamos juntos»

Tengo que reconocer que cuando me di la vuelta y ví a aquel hombre negro enorme, y que la calle estaba vacía, me sentí un poco insegura, y me pareció una imprudencia el no haber cogido un taxi. Pero lo que de verdad me resultó más molesta fue la interrupción. Es que ese hombre no se había dado cuenta de que yo no estaba sola, estaba conmigo misma tomando consciencia de mi tristeza, y el pensar que de pronto iba a tener que abandonarme   para hacer el esfuerzo de mantener una conversación trivial con un desconocido, para caminar juntos, me irritó.  Imagino que él imaginó mis reticencias, y antes de que le espetara una negativa, inistió: «sólo se trata de hablar, y que el camino sea más divertido».  Tampoco eso me convenció «Tu parles français?». La vanidad. Me pudo la vanidad, y olvidé mi irritación para contestar como movida por un resorte  «Oui».

Y en francés comenzó lo trivial. Oscar era de Camerún, vivía en España desde hacía siete años, daba clases de francés, era masajista, pero también había trabajado de fontanero y de lo que le había surgido a lo largo de siete años de peripecias.  De las reseñas biográficas de cada uno pasamos a hablar del choque cultural, ya en español.

«Aquí tenéis de todo, pero no sabéis ser felices. Os resulta extraño hablar con las personas. Tenéis miedo. Yo hablo con todo el mundo en el barrio, como puedo estar hablando ahora contigo. Pero muchas personas te rechazan, por miedo. Allí somos comunidad. Una fiesta, un funeral, lo que sea, nos une a todos. Todos nos conocemos, todos hablamos, nos alegramos con la felicidad de los demás y nos acompañamos en nuestras desgracias. No tenemos dinero para tomar algo, para charlar en un bar, pero hablamos en la calle, con quienes te encuentras, y estamos cerca todos de todos.»

Sí. En los pueblos pequeños todavía hay algo de eso, pero las ciudades han impuesto un individualismo feroz. Estamos rodeados de millones de personas, que son millones de extraños a los que no nos acercamos, con los que nos resulta violento hablar. Hay mucha soledad en las ciudades. No se estila hablar con los desconocidos.

Y me contestó: «Ya os iremos enseñando.»

Estuve más de una hora charlando con ese hombre que no dejaba de sonreír  y de sentirse agradecido con la vida, de pie, en la calle. De diferencias culturales, de soledad, de comunicación, de la actitud ante la vida,  de la felicidad y del valor. Me recomendó un libro «L’aventure de l’ambiguë», de  Cheikh Hamidou Kane.

Y cuando nos despedimos y seguí mi camino a casa, me di cuenta de que la tristeza y la pesadumbre que estaban conmigo a la salida del cine habían desaparecido. Y que el haber compartido todas esas impresiones con ese extraño me había llenado de energía. Y que de pronto caminaba contenta. Y que había merecido la pena cometer la imprudencia de conversar con un desconocido que, desde Camerún, y tras un viaje odisíaco, había venido a enseñarnos. Toda una sorpresa, de color negro.

Gimme danger


La avidez

Dice mi madre que una de las primeras frases completas, con su sujeto y su verbo, que empecé a decir, fue “yo solita” (bueno, con verbo elíptico…). Supongo que esa avidez por ganar autonomía tiene en común con lo que soy ahora, y con lo que he sido siempre,  precisamente la avidez.

Hay niños que son felices de ser niños. Incluso los hay que se obstinan en no dejar de serlo. A mí ahora eso me inspira cierta ternura, pero por aquellos entonces yo no era capaz de entenderlo. A mí la infancia me agotaba, porque limitaba mi mundo a un entorno demasiado pequeño, que me impedía vivir cosas verdaderamente emocionantes, como todas esas que leía en los libros. Y yo tenía unas ganas de vivir todo eso que apenas podía contenerme. Yo quería salir sola a la calle, conocer gente, vivir aventuras, enamorarme, ver mundo, experimentar. Sin la cómoda protección que es la familia.  Yo solita. Pero me tenía que conformar con estar recluida en mi pequeño y seguro mundo formado por mi casa, la urbanización y el colegio. Y con pasar mis días con la gente que había allí, que estaba muy bien, pero que era siempre la misma. Así que la única opción que me quedaba era esperar que el tiempo pasara muy deprisa, porque la espera era interminable, y mientras tanto, inventarme un montón de cosas que me gustaría vivir, y trasladarlas a los juegos, a  fantasear y a  soñar despierta… y por supuesto, a leer.

Una vez, tras lamentarme de mi vida, pues  tenía ya doce años y no me había pasado nada en la vida, mi padre, preocupado, amenazó con censurarme las lecturas… No me extraña…

Y absolutamente de nada sirvió que mi madre me dijera, una y otra vez, que todo tiene su momento, que no corriera tanto, y que llegaría el día en que viviría todo eso. Yo me preguntaba cómo podía estar tan segura. Uno nunca sabe qué día será el último tenga uno  la edad que tenga. Y la avidez sigue ahí.

Sin cigarro ni café.

El pasado viernes no hizo frío. Cuando salí de casa y vi el pavimento mojado me alegré profundamente. Porque cuando llueve suben las temperaturas. Y estoy cansada de pasar frío. Odio el frío. Pero el viernes el pavimento estaba mojado, y yo me alegré, porque la teoría se hizo práctica, y anduve hacia el metro fumando contenta, sin tener que esconder las manos ateridas en los bolsillos, y sin refugiar mi nariz del viento mirando al suelo.

Delante del Banesto había dos hombres, en la calle. Uno debajo de unos cartones, durmiendo todavía. Otro sentado a su lado. El que estaba despierto me llamó. Por favor, ¿no tendrás un cigarro? Claro, hombre.

Me acerqué, y mientras rebuscaba en el bolso la cajetilla me dijo ¿Sabes? Es que hasta que no me fumo un cigarro y me tomo un café por las mañanas no soy persona. Como yo, pensé…. ¿Pero dónde vas a estas horas? Pues ¡a trabajar! ¿Ahora? Claro, entro a las ocho, y ya llego tarde, porque..¿qué hora es? Las ocho menos diez. Lo sabía, qué tarde.

¿Fuego no tendrás? Y le di el mechero. Que tengas un buen día. Gracias, mientras no sea como el de ayer…. Y me habría apetecido que no hubieran sido las ocho menos diez, y haber salido de casa por una vez con tiempo, y que me hubiera contado cómo fue el día de ayer. Tomando un café. Así, junto con el cigarro, él habría terminado de ser persona. Y yo también.