El reto

A mí siempre me han gustado los retos. Y me pongo muchos en mi día a día. Por lo general suelen ser bastante estándares, porque aunque una tiene sus cosas, si jugáramos a hacer estadísticas, creo que me podría encuadrar en el inmenso margen de aquello que se llama normalidad, que es lo que asociamos siempre a la media.

Pero tengo un reto que me ha tenido frustrada durante meses, ese reto que parecía pequeñito y tontorrón, y que probablemente no quedara registrado como estándar. Fíate tú de un reto, te lo marcas y nunca sabes por dónde te va a salir.

Yo me había propuesto hacer sonreír a la panadera. Porque no hay derecho a que una le sea fiel, compre el pan siempre en el mismo sitio, sea atendida siempre por la misma persona, pida siempre el mismo tipo de pan para no complicarle la vida, y la mujer haga su trabajo como una autómata. Sin mirar, sin mirarme, y sin expresar el más mínimo asomo de expresión que la convierta en humana. Eso es algo que le pasa a mucha gente cuando trabaja, el dejar de parecer humana. Y no es que yo pretenda que me cuente su vida o sea mi mejor amiga, pero sí me gustaría que mi panadera dejara de parecer un androide, y dejara entrever por algún resquicio, que es de carne y hueso, y siente, y padece.

Lo fácil sería pasar, o incluso, para los más sensibles, cambiar de panadería. Pero yo sólo veía un reto, con mi vocecilla interior espetándole.: “¿Así que con que esas tenemos? Pues no sabes con quién has dado, que te voy a robar una sonrisa, me cueste lo que me cueste”.

Desde ese día, cuando llego al mostrador, así esté contenta, triste, cansada, exhausta, con ánimos o sin ellos, dibujo la mejor de mis sonrisas, y la amabilidad se personifica en mí. Pero nada. Derrota estrepitosa un día tras otro. Como si ni me viera ni me oyera. No baja la guardia la tía, ni su escudo antisonrisas.

Y tras tanto intento infructuoso, un día bajé la guardia. Volvía con Pablo, al que había ido a recoger de un cumple. Y cuando llegué al mostrador se me olvidó el reto, y pedí el pan casi sin mirarla, tan centrada estaba en la conversación que mantenía con el niño:

Pablo, ¡es que no puedes ir preguntando a la gente cuánto gana!

¿Pero por qué?

Porque es indiscreto

Pues no lo entiendo

Su pan

Gracias

Entonces la miré. Y sonreía. Y por dentro le dije “¿Ves cómo eras humana?”.

Sólo era cuestión de tiempo. Y de que un niño me echara un cable. O me pusiera en un aprieto. Será cabrona….

La ducha

A mí no me suele gustar compartir ducha. Es mi espacio, es mi momento, y sobretodo, soy intransigente con la temperatura del agua, y no es mucha la gente que soporta las temperaturas que son buenas para mí.

El sábado me estaba duchando tan a gusto con mi agua hirviendo, cuando aparece un pequeñito desnudo por la puerta diciendo «mamá, es que me quiero duchal contigo».

Le dije que de acuerdo con fastidio interno. A Miguel es difícil negarle un sí. Pero no tenía ni la más mínima intención de bajar la temperatura. Va a aguantar dos segundos, y después se irá. Pero veo que  eso de tomarme tan en serio lo de criar tipos duros se está volviendo en mi contra, porque  el tío ni se inmutaba; estaba tan feliz escaldándose conmigo. Así que ahí estábamos compartiendo chorro, cuando de pronto se puso a jugar con un vasito de plástico. Jugaba a regatearlo con los pies. «Mamá, ¿a que no me lo quitas?»

Lo primero que salió de mí fue el prudente sermón de madre, así que muy en mi papel le dije: «No Miguel, no podemos jugar a los regates en la ducha, es peligroso y nos podemos caer. » Pero lo veía tan entusiasmado con el vasito, e iba a ser tan sencillo quitárselo… Después de todo, ¿cómo decir no? Me estaba retando el muy mocoso. Así que sin darme cuenta, empecé a quitarme años de encima, miré a la alfombrita antideslizante como diciéndole «confío en tí», y nos pusimos a jugar al fútbol con el vaso, a regatear, y a hacernos faltas sin árbitro que mediase, todo valía a fin de conseguir la posesión del vaso-balón.

Pero de verdad no fui consciente de que en ese momento ya no tenía treinta años sino tres, cuando, en lugar de estar preocupada por si el pequeño pegaba un resbalón y se lastimaba,   me sorprendí pensando «como nos caigamos y nos pillen, me va a caer una bronca…». Y no obstante, pudo más el embrujo de las carcajadas de Miguelito, y seguimos jugando alegremente. Total, no se tienen tres años todos los días. Benditas regresiones.

Vaya etapas

El otro día, un amigo me comentaba que la adolescencia se había adelantado. Cuando antes un niño de doce años sólo pensaba en jugar al fútbol y en cambiar cromos, ahora tiene móvil, chatea con sus amigos, se engalana antes de salir, tontea…

Y es curioso, porque si la adolescencia se ha adelantado, lo que antes se llamaba madurez se ha retrasado. Cada vez se estudia durante más años: una carrera, después un post grado, después un máster… cualquier excusa es buena para retrasar en lo posible la incorporación la mundo laboral (y no me extraña). Los sueldos, a pesar de tanta sabiduría, no son muy grandes, y la vivienda es muy cara. Cuántas excusas unidas para no abandonar el nido antes de los treinta. Eso por lo menos. Y ya lo de los hijos es capítulo a parte.

Así que entre la pre-adolescencia temprana, la adolescencia en sí misma, y la post adolescencia, nos hemos pulido media vida para deleite de psicólogos. (Ya se sabe, todo aquello que lleve consigo la palabra adolescencia, ya sea delante, detrás, o sola, suele ser motivo de consulta.). Por no hablar de la crisis de los cuarenta, que con estos cambios tan bruscos debe ser brutal. «Pero doctor, si hace tres días yo era un estudiante alocado…»

El caso es que a mí ya se me ha pasado el chollo. Yo fui una de las que tuvieron poca visión de futuro y no explotaron todo que habrían podido esa post adolescencia. Pero el tiempo pasa y me doy cuenta de que a Pablo le va quedando cada vez menos de su más tierna infancia. Hay señales inequívocas.Como el comenzar a cuestionarse mis normas. «Mamá, ¿te acuerdas de la norma de que la consola es sólo para los fines de semana? Pues no la entiendo.»

O como ciertas conversaciones de una alta carga emocional:

– Mamá, es que no me escuchas y no me entiendes!!!!

(Ahí, dando donde más duele. Una se repone del golpe con la mayor dignidad posible, para que el niño no vea ni la herida ni la sangre, que siempre impresiona.)

– ¿De verdad tienes la impresión de que no te escucho? Pues es curioso, porque a mí contigo me pasa exactamente lo mismo. Vamos a tener que hacer un esfuerzo por escucharnos más el uno al otro….

Pero sin duda, lo que ha sido definitivo, lo que ha marcado un antes y un después, lo que me hizo darme cuenta de que su infancia había dejado de ser tierna, fue su siguiente afirmación:

– Mamá, no me vuelvas a poner NUNCA MÁS los calzoncillos de Winnie The Pooh.

Y la verdad, tiene razón, son una mariconada.

Autodemostración empírica

La gente suele decir que los hijos envejecen en el sentido de que, el ver cuánto crecen ellos, te hace sentir que, inexorablemente, lo haces tú también.

Yo sin embargo no tengo esa percepción. De hecho, muchas veces me siento más joven con 30, y con bastante menos pudor y sentido del ridículo, que con 18 -bueno, vale, lo del Pokémon de ayer es una excepción, pero, ¿qué sería de una regla sin excepciones?-

Por ejemplo, no consigo recordar si de pequeña jugaba a hacer teatro. Sí recuerdo que de haber jugado, no debía hacerlo muy allá, porque en las obras de teatro que representábamos en el cole, jamás tuve un papel estelar. En las ocasiones más afortunadas, dije alguna frase. En las más habituales, fui figurante. Y en alguna que otra, me quedé de puro atrezzo.

A principio de curso, Pablo tuvo que aprenderse una frase en inglés, para hacer una mini obra. Era la siguiente “Oh! I’m not a frog! I’m a prince! Thank you princess!” Aprendérsela no fue un problema. El problema fue declamarla. Pablo con su elevado e innato sentido del ridículo, y su timidez, la pronunciaba rápidamente, en voz baja y entre dientes. De modo que hubo que hacer un esfuerzo e intentar enseñarle a quitarse el sentido del ridículo, por lo que me pasé una semana repitiéndole la frase, absolutamente sobreactuada, casi a grito pelado, gesticulando cómicamente, y haciéndole reír. Venga, Pablo, ¡ahora tú! Y conseguimos que gritara (sí, sí, a veces declamaba la familia al completo). Pero cuando llegó l ahora de la verdad, dijo: Yo no pienso hacer eso en clase. Bueno, en cierto modo le comprendo.

Sin embargo, mis incursiones teatrales no terminaron ahí. Una vez que se le coge el gustillo…

Todo empezó –o continuó- el día en que Miguel llegó a mi dormitorio con una pelota como proyectil, apuntándome amenazador. Entonces salió la actriz que llevo dentro, y, con cara de pánico y unos gritos desgarradores, comencé a suplicar “NO, NO, POR FAVOR, ¡¡¡SOCORRO!!”, mientras me llevaba las manos a la cabeza, y comenzaba a correr. Miguel corrió detrás de mí riendo a carcajadas  y blandiendo la pelota hasta acorralarme contra la cama , donde no tuve otra defensa que agazaparme escudándome con una almohada. Entonces el pequeño atacante se apiadó, incluso se preocupó, soltó la pelota, y vino a abrazarme. Él se lo pide todo, héroe y villano.

Bien, pues mi interpretación fue tan grandiosa, que ahora TODAS las tardes, cuando llego a casa y me cambio de ropa, llega mi público intruso, que ya casi se ha convertido en fan, y me dice “Mamá, coge la almohada y di No, No, Pol Favol”. De modo que no me ha quedado más remedio que mejorar mi capacidad interpretativa. Porque no es lo mismo actuar cuando en un momento gamberro te sale de dentro, que por obligación cada día. El hecho de hacerlo bien siempre es lo que distingue a un aficionado de un verdadero profesional. Pero volviendo al tema de antes, eso de que los niños envejecen, pues eso, que no: hace unos años yo era demasiado mayor para estas cosas. Acabo de autodemostrármelo empíricamente.

Y de lo de hacer una discoteca en el salón y quitarse los zapatos lanzándolos por los aires para bailar mejor, hablaremos otro día…

El Pokémon y la evolución

-Mamá, ¿jugamos a las cartas?

-¿Al cinquillo?

-No, a Pokémon.

Yo no sé jugar.

¡Te enseño!

Vale. (Reparte doce cartas para cada uno). ¿Con cuál empiezo?

-Con la que más vida tenga. Es el número que tienes ahí.

-Ah, vale, pues éste. Mismagius. 90 puntos de vida.

-¿Y?

-¿Y qué?

Que qué ataque lanzas….

Ah… pues… el ataque psicoondas!

Vale, pues yo te saco a Roserade, y lanzo un picotazo venenososo. Dale la vuelta a la carta, mamá, que te he envenenado. Y me tienes que dar otra carta.

¿Por qué?

Porque es así. –Esto empieza a sonarme a tongo– Ahora saco a Infernape, con un envite Ígneo.


Envite Ígneo. Tócate los cojones…. Para que luego digan que con la literatura se aprende vocabulario.


Pues yo te saco a Drapion, que también envenena, así que dale la vuelta tú a tu carta.

¡Pero qué dices! Si Infernape no se puede envenenar, y además te ha hecho 90 puntos de daño, así que me tienes que dar otras tres cartas.


No me cabe la menor, cuando le dije que no sabía jugar ha visto su oportunidad para darme para el pelo. Dejo de hacer el menor intento por aprender unas normas movedizas que se mueven según su voluntad. Le doy las tres cartas y confío en que me gane con un par de ataques más. Pero se va a enterar con la próxima partida de Scrabble.


Vale, mamá, ahora te voy a sacar a Skuntank. Este mola mazo, tiene 110 de vida, ¡110! Y está en primera evolución. Anda, dame tu carta de energía.


Que digo yo, con esta facilidad por los idiomas por qué no le dará más al inglés.


Mamá, mamáaaa que me des tu carta de energía.

Toma.

Por cierto, mamá, ¿vas a evolucionar?

 

¿A evolucionar? No sé si es porque no puedo evitar darle el sentido tradicional, tan contrario a la evolución. Pero ya es demasiado para mí.

 

Pablo, tocada y hundida.

 

Espero haberle contestado.