Estoy en la ducha cuando me asalta el pensamiento de que somos pura materia. No hay nada de espíritu. Eso que a veces llamamos alma o corazón y que separamos de la materia no existe. Es pura materia. Eso que es pensamiento es materia. Qué raros somos. Cómo es posible que la materia, las celulitas, den lugar al pensamiento, sin embargo no deja de ser materia. Ya me he lavado el pelo. Soy poco sistemática pero en la ducha sí lo soy. Primero el pelo, después la mascarilla y, mientras la dejo actuar, me enjabono el cuerpo. Según me lleno de espuma las piernas sigo pensando. Toco las piernas y es sencillo saber que son materia. El pensamiento no lo toco, imagino que por eso, porque a lo que no vemos y no tocamos y no entendemos le atribuimos cualidades un tanto espirituales y a veces hasta mágicas, como la inmortalidad, por eso se le ha asociado con esa cosa psicomágica llamada alma. Pero claro que es cuerpo. De hecho, tengo muy claro dónde ubicarlo geográficamente dentro de mi cuerpo. No lo había pensado nunca, pero mi pensamiento está ahí, justo detrás de los ojos. Desde ese lugar salen todas esas palabritas que me hablan todo el tiempo. Sin parar. Justo detrás de los ojos. Quizás por eso lo de los ojos como espejo del alma. Otra vez el alma.
Ya he terminado con la ducha. Ahora solo estoy debajo del chorro despilfarrando un agua tan caliente que me deja la piel roja, en el límite entre la quemadura y el placer. Pienso en el peluquero ese que me dijo que me tenía que lavar el pelo con el agua templada o fría. Pienso fuck you. Pienso en el rato de meditación después de las clases de yoga. El profesor la guía y va dando instrucciones. El profesor dice: respira hondo, piensa en el aire que te entra desde las puntas de los pies y va subiendo por tus piernas, y después por tu vientre, tus costillas, tus escápulas y por fin llena tus pulmones. Normalmente solo soy capaz de seguirle un par de minutos y soy capaz de sentir el aire entrando en mi cuerpo desde la punta de los pies, del dedo gordo en concreto, aunque sea mentira, pero lo consigo. Después mi pensamiento va por donde quiere, se distrae llevando el aire por lugares distintos, se detiene en el codo, divaga en zig zag, se separa de las instrucciones. Supongo que no soy muy buena meditando. Pienso, ahí debajo del chorro de agua hirviendo, en una meditación que consistiera en pensar desde la punta de los pies. Me concentro fuerte pero es imposible. Solo puedo pensar desde detrás de los ojos, justo donde está el cerebro, el que produce el pensamiento. Materia. Joder, qué raros somos.
Al cabo de un rato estamos los cinco en en un vagón del metro de la línea 1. El vagón está atestado. Miguel se ha quitado el abrigo y la sudadera. Los demás estamos tan apretados que aguantamos. Miguel dice me va a dar algo. Te va a dar qué. Algo, dice. Después empieza a hacer preguntas. ¿Qué preferiríais tener, tres cojones o uno solo? Pablo dice que uno, Manu dice que uno. Hugo creo que no contesta. Yo tampoco. Miguel tiene dudas. Creo que porque él habría dicho tres, pero la respuesta de los demás le hace replanteárselo. ¿Sabéis que cada cojón tiene más de 3.000 terminaciones nerviosas que van directamente al cerebro? Nos quedamos sorprendidos. ¿Solo tres mil? ¿Os parecen pocas? ¿Y cómo pudiste suspender anatomía con lo bien que te lo sabes? Ese tipo de conversaciones son las que tenemos en el vagón. Ya no pienso en pensar desde la punta de los pies.
En el restaurante les contamos los planes para el verano, y digo planes porque hay dos opciones: o Galicia o el sur de la Bretaña francesa. Gana Galicia porque está más cerca, porque la casa es más grande, porque Hugo no ha estado nunca, porque está mejor comunicada en el caso de que alguna novia quisiera venir a pasar algún día. Ni Pablo ni Miguel dicen nada de que no tengan intención de venir, ni siquiera asoman dudas. Parece que conseguiremos un año más de vacaciones a cinco. Nos damos los regalos de amigo invisible. Pasamos un buen rato. Pablo se va hacia Matadero porque ha quedado con unas amigas. Los demás volvemos hacia casa. Llueve un poco, pero poco. Como no tenemos prisa preferimos ir andando antes que volver a hacinarnos en la línea 1. A la altura de Bilbao Manu y Hugo se van porque han quedado también.
Seguimos Miguel y yo. Hemos estado hablando un rato acerca de lo poco que nos gusta salir de madrugada, el ambiente del club nocturno, la discoteca, volver a casa de día, lo despacio que transcurre el tiempo hasta que por fin llega la hora de llegar a casa después de haberlo deseado tanto mientras las personas con quienes trasnochas tienen el aspecto de estar pasándolo tan bien, lo extraño que se siente uno del resto, lo farsante. Cuando nos quedamos los dos solos de nuevo y se nos ha agotado ese tema, Miguel me pregunta ¿qué preferirías, ser ciega de nacimiento o quedarte ciega más tarde? Sin dudarlo contesto que más tarde. ¿Y no te daría mucha pena perder ese sentido una vez que lo has experimentado? Miguel preferiría no sentir esa pérdida y hacerse desde el comienzo a un mundo en el que para él no existe el concepto del color. Yo me decanto por poder haber experimentado qué significa azul, amarillo, rojo o negro aunque después tuviera que perderlos. Podría imaginarlos. Eso sería como no perder del todo el referente. O el sentido. Entonces llega la siguiente pregunta, ¿qué sentido preferirías perder? Después de repasarlos todos ambos llegamos a la conclusión de que preferiríamos renunciar al olfato, incluso al gusto. Jamás la vista, el oído o el tacto. Mientras estoy pensando para mis adentros sobre la importancia de la vista o del oído antes de descartarlos recuerdo la reflexión de la mañana. Me da la sensación de que el pensamiento está tan relacionado con ellos que me resulta casi imposible saber qué forma o qué lenguaje tiene el pensamiento de quien ni ve ni ha visto nunca y ni oye ni ha oído nunca. Entonces le hago la pregunta a Miguel. ¿Miguel, dónde tienes tú el pensamiento? Así de primeras no entiende la pregunta. Me refiero al pensamiento como vocecilla que escuchas en tu interior, ¿en qué lugar geográfico de tu cuerpo la situarías? Me contesta sin vacilar. Detrás de los ojos. Siento algo familiar, algo que está siempre pero que en algunos momentos se expande, bulle y chisporrotea y se desborda como puesto al fuego sin vigilancia. Una mezcla entre entusiasmo y amor. Sitúo geográficamente ese algo en el interior de mi caja torácica. A veces ese tipo de sentires están más abajo, en el vientre, pero casi ahí donde están ahora. Me pregunto a qué órgano asociarlos. El corazón no es. Me pregunto de dónde le viene la materia a las emociones y a los sentimientos, por qué cambian de lugar. Qué raros somos.
Llegamos a casa. Al entrar Miguel me da un abrazo fuerte, de esos que me da rodeando mi caja torácica y levantándome los pies del suelo. Después se encierra en su cuarto a jugar a la consola.
