Pablo quiso que nadáramos hasta la boya. No sé a qué distancia está de la orilla. A mí me resultaba lejos. Después leí que la distancia máxima a la que pueden estar las boyas que delimitan la zona de baño es de 200 metros. Por mucho que digan acerca de la utilidad de las unidades de medida, doscientos metros no es la misma distancia en tierra firme que en el mar. Me parecía escuchar la voz de mi padre advirtiéndome sobre los múltiples peligros de nadar tan lejos y de la insensatez de hacerlo. No solo la desoí adentrándome con él sino que traté de convencer a Miguel de que nos acompañara. Al fin y al cabo es el deportista de la familia y el que mejor forma tiene. Yo la que peor. Pensé en algún posible problema con alguna corriente allá lejos, y en cómo me las iba a apañar para ayudar a dos. Mal. Venga, Miguel, que no pasa nada, tú nadas muy bien, te he visto nadar un largo tras otro durante más de una hora. Tras pensárselo mucho terminó decidiendo que no, visiblemente irritado por no atreverse, y también por quedarse fuera. Pablo, como buen hermano mayor, aprovechó para burlarse. Pablo, respétalo. No lo hizo. Miguel le dio la réplica, ojalá te mueras y te coma un pez. Me hizo mucha gracia y decidí emplearla cuando tuve ocasión en los días siguientes.
Nadar en el mar, lejos de la orilla, cuando cubre y el agua es negra, y no se ve nada debajo, y van desapareciendo los ruidos de la playa hasta que se instala un silencio que solo rompe el agua golpeando contra sí misma, siempre me ha parecido inquietante, pero al mismo tiempo me atrae. Llegamos a la boya con menos esfuerzo del que imaginaba, y volvimos a la playa igual, sin corrientes marinas, ni medusas, ni algas, ni seres temibles.
Inquietante y fascinante esa percepción tuya, Patricia, una metáfora inédita sobre la atracción del abismo. Un abrazo.
Qué bien lo cuentas Patricia, como dice Eladio, la atracción del abismo (a mí también me pasa, todavía)
Abrazos