Al hilo de haber sido Paco Martínez Soria

Hace un par de semanas hice mis primeros exámenes de un posgrado en el centro de Las Tablas de la UNED. Llegué allí con tiempo, y con mi carnet de estudiante. Qué ilusión lo de tener un carnet de estudiante.

Un poco desorientada, me coloqué cerca de la puerta con un cartel que indicaba «Facultad de Filología»,  y me apoyé en la pared esperando la hora del examen, jugando sin suerte  a reconocer a algún estudiante de mi misma asignatura por las portadas de los libros que repasaban.  En cualquier caso, de haber logrado el reconocimiento, tampoco creo que me hubiera acercado a confraternizar interrumpiendo ese repaso histérico de última hora.

Cuando anunciaron que podíamos entrar, pasé la primera.  A la entrada de la gran sala había un señor frente a un gran ordenador y una impresora, a la que había que entregar el carnet de estudiante. EL señor cogió el mío, lo pasó por un lector de código de barras, y al hacerlo de la impresora salieron dos folios. Uno con mi nombre y el enunciado de mi examen. Otro con la hoja de respuestas, también con mis datos impresos.

Me quedé maravillada con esos dos folios en la mano durante unos segundos, hasta que una de las personas que estaban allí coordinando el examen me sacó de mi ensimismamiento para decirme que me colocara en mi sitio. Perdón, es que con semejante avance tecnológico no he escuchado dónde debía sentarme. No lo has oído porque no te lo hemos dicho, lo tienes escrito en tu hoja, me contestó. Me fijé bien. En la hoja de respuestas, además de mi nombre, DNI, asignatura y estudios, estaba escrito mi  número de localidad. Miré la sala. Efectivamente, cada pupitre estaba marcado con un número de fila y columna.

Entonces de pronto me di cuenta de que después de haber pasado exámenes durante toda mi educación primaria, secundaria, bachillerato, en la autoescuela, durante la carrera, el máster, en varios centros de trabajo, escuelas de idiomas, y tras unas oposiciones, allí estaba yo en el centro de exámenes de Las Tablas, como un Paco Martínez Soria recién llegado a la capital, desconcertada y asombrada.

El caso es que mi momento de Paco Martínez Soria me hizo sentir bien, me entusiasmó. Y  agradecí ese momento Paco Martínez Soria, momento pequeño e ingenuo,  porque a pesar de una cierta sensación de ridículo, me hizo saber que conservaba mi capacidad de sorpresa, esa sorpresa de admiración, la sorpresa de lo maravilloso, la sorpresa del niño que descubre, una  sorpresa pequeña e ingenua para un suceso pequeño e ingenuo.
Y es que, a veces es fácil caer en la tentación de pensar que estamos de vuelta de todo, que no hay nada nuevo, que hay situaciones y rutinas que dominamos, que conocemos, que somos capaces de predecir, de controlar.  Esa es una sensación que genera una enorme seguridad. A veces también arrogancia. A veces incluso hastío, el de dar el día a día por hecho.

Y de pronto un suceso, a veces pequeño e ingenuo,  otras  sin embargo violento y terrible, te devuelve la conciencia de que esa situación de dominio anterior  a dicho suceso era una falacia de control.  Porque da igual todo lo visto, todo lo experimentado, todo lo sentido hasta el momento, pues todo puede suceder: lo previsible, pero también y sobre todo lo imprevisible.

La aventura ambigua

Las sorpresas tienen tantas formas, colores, sonidos y aromas diferentes que a veces no las reconocemos. Sobre todo porque no las esperamos. Eso sí que es fundamental y maravilloso en las sorpresas, el no esperarlas.

Hace unos cuantos días, aprovechando que estaba sola, me fui al cine. Al salir la noche era estupenda, tan oscura y tan cálida, y yo tenía el ánimo tan bajo y la cabeza tan ocupada, que necesité dar un paseo y volver a casa andando.

Y así iba yo, disfrutando de mi momento de soledad, enfrascada en mis cavilaciones, ajena a la calle recorrida, cuando una voz me sacó de mí misma y me trajo de nuevo al mundo de los vivos:

«veo que caminas sola, yo también voy solo, si quieres caminamos juntos»

Tengo que reconocer que cuando me di la vuelta y ví a aquel hombre negro enorme, y que la calle estaba vacía, me sentí un poco insegura, y me pareció una imprudencia el no haber cogido un taxi. Pero lo que de verdad me resultó más molesta fue la interrupción. Es que ese hombre no se había dado cuenta de que yo no estaba sola, estaba conmigo misma tomando consciencia de mi tristeza, y el pensar que de pronto iba a tener que abandonarme   para hacer el esfuerzo de mantener una conversación trivial con un desconocido, para caminar juntos, me irritó.  Imagino que él imaginó mis reticencias, y antes de que le espetara una negativa, inistió: «sólo se trata de hablar, y que el camino sea más divertido».  Tampoco eso me convenció «Tu parles français?». La vanidad. Me pudo la vanidad, y olvidé mi irritación para contestar como movida por un resorte  «Oui».

Y en francés comenzó lo trivial. Oscar era de Camerún, vivía en España desde hacía siete años, daba clases de francés, era masajista, pero también había trabajado de fontanero y de lo que le había surgido a lo largo de siete años de peripecias.  De las reseñas biográficas de cada uno pasamos a hablar del choque cultural, ya en español.

«Aquí tenéis de todo, pero no sabéis ser felices. Os resulta extraño hablar con las personas. Tenéis miedo. Yo hablo con todo el mundo en el barrio, como puedo estar hablando ahora contigo. Pero muchas personas te rechazan, por miedo. Allí somos comunidad. Una fiesta, un funeral, lo que sea, nos une a todos. Todos nos conocemos, todos hablamos, nos alegramos con la felicidad de los demás y nos acompañamos en nuestras desgracias. No tenemos dinero para tomar algo, para charlar en un bar, pero hablamos en la calle, con quienes te encuentras, y estamos cerca todos de todos.»

Sí. En los pueblos pequeños todavía hay algo de eso, pero las ciudades han impuesto un individualismo feroz. Estamos rodeados de millones de personas, que son millones de extraños a los que no nos acercamos, con los que nos resulta violento hablar. Hay mucha soledad en las ciudades. No se estila hablar con los desconocidos.

Y me contestó: «Ya os iremos enseñando.»

Estuve más de una hora charlando con ese hombre que no dejaba de sonreír  y de sentirse agradecido con la vida, de pie, en la calle. De diferencias culturales, de soledad, de comunicación, de la actitud ante la vida,  de la felicidad y del valor. Me recomendó un libro «L’aventure de l’ambiguë», de  Cheikh Hamidou Kane.

Y cuando nos despedimos y seguí mi camino a casa, me di cuenta de que la tristeza y la pesadumbre que estaban conmigo a la salida del cine habían desaparecido. Y que el haber compartido todas esas impresiones con ese extraño me había llenado de energía. Y que de pronto caminaba contenta. Y que había merecido la pena cometer la imprudencia de conversar con un desconocido que, desde Camerún, y tras un viaje odisíaco, había venido a enseñarnos. Toda una sorpresa, de color negro.