El cuento del chico, el río y el secreto.

Érase una vez un chico que vivía en un pueblo pequeño que a él no le gustaba, quizá porque era el suyo, o porque era pequeño, o porque se sentía extranjero. Se aburría, y algunas veces, para escapar de allí, jugaba a explorar en sus alrededores, buscando algo, quizá sólo el juego, quizá su lugar.

 Un día, en una de esas huidas, encontró un río. Le pareció hermoso, le pareció que el murmullo del agua decía cosas bonitas que sólo él podía comprender, y al asomarse, en el reflejo del agua, se descubrió a sí mismo. Como por una necesidad imperiosa de saber más sobre sí, se desnudó contemplando su imagen, y se sumergió en el agua, fundiéndose con ella, y el frío le hizo ser consciente de su cuerpo, de su piel, de cada uno de sus músculos, y sintió como si hasta ese día hubiera vivido abotargado, siguiendo las normas del pueblo, de su casa, de todo aquello que le producía hastío, y que jamás reflejaba su imagen.

Después del baño miró la hora, el tiempo había pasado tan deprisa. Se vistió corriendo, se secó el pelo con la camiseta, aún dio un rodeo hasta llegar a su casa ya seco, casi sudando, sin marcas de agua, ni de río, ni de sí mismo, pues todo ello había pasado a formar parte del más bonito de sus secretos.

Comenzó a acudir allí cada vez que tenía la oportunidad de ser invisible, y a la orilla hablaba con el murmullo del agua, y le contaba sus sueños, le decía que allí era feliz, que se iría de su casa y allí viviría, y se bañaría cada día, y cada día se asomaría para no olvidar su imagen, para no olvidar quién era.

 El río también era feliz, porque sentía que sus aguas tenían sentido en la medida en que daban forma al cuerpo de aquel chico, en que reflejaban su imagen, en que lo hacían feliz, y a fuerza de escuchar sueños aprendió a soñar también, y se soñó casa, se soñó eterno, se soñó siempre, se soñó real.

 Un día, el chico acudió al río con una mochila y un saco de dormir. Había decidido que era el momento. El río estaba tan contento que las aguas avanzaban torrenciales, brincando, contentas, y no eran ya susurro sino un estallido de espuma y júbilo. Y con tanto alboroto, el chico, al asomarse, no pudo ver su reflejo, sino un conjunto extraño de colores y formas. Y como no sabía quién era, sólo por los reflejos, se sintió perdido. Se desnudaba angustiado y se bañaba con frío y miedo, y sus ojos no brillaban. Porque aunque su pueblo no le gustara, era su pueblo, y echaba de menos su cama, pisar los caminos polvorientos. Y el haber llegado allí con mochila, con intención de quedarse, para descubrirse igual de perdido que siempre, hizo que de pronto el río le resultara extraño y hostil.

 El río, al sentir desde dentro la desdicha de aquel chico lleno de sueños, pensó primero que la desdicha se debía a su pasión desmedida. Y procuró calmar sus aguas, pero no pudo evitar las lágrimas, y tantas derramaba que sus aguas continuaban violentas y torrenciales. Sin embargo un día el río abrió los ojos y entendió. Aunque durante un tiempo había soñado ser casa, compañera, o  mujer, – una mujer, sí-, supo entonces que para él sería un río, y secreto, siempre. Un secreto siempre es un secreto, y sobre un río no se puede construir nada, ni una casa, ni unos sueños, ni una vida. Ni sobre un secreto que será siempre secreto. Y ni todo el bullicio de sus aguas, ni toda su transparencia, ni su fuerza arrolladora harían feliz a ese chico. Ni al revés. Esos pequeños hombros jamás podrían soportar sus crecidas con las lluvias, y se abrasarían bajo el sol cuando la sequía evaporase el agua. Él no soportaría todo aquello, pues sólo amaba al río en tanto en cuanto había creído que éste le descubriría quién era él y cuál era su sitio. Retenerlo supondría pasar de ser un rincón de libertad para convertirse en celda. Y el río se sabía río, y secreto, pero cárcel no, cárcel jamás.

 Las aguas del río que había sido el más bonito secreto poco a poco comenzaron a transcurrir serenas, pero no volvieron a reflejar ninguna imagen, ni sus murmullos dijeron más, para que él pudiera marchar sin pena, como último gesto de amor hacia ese chico al que ya amaría siempre. Y los sueños se fueron alejando a nado, para desembocar en un afluente mayor hasta llegar al océano, dejando, mientras se alejaban, un dolor sordo.

El río con pintura de dedos y pinceles

Furor GPS

A pesar de mi desinterés y mi escaso entusiasmo terminó apareciendo en el coche un navegador. Desde pequeña tengo por costumbre dirigirme a las cosas como si tuvieran alma. Y aunque casi nunca les pongo un nombre especial, porque nombrar siempre me ha costado trabajo, cuando me dirijo a ellas lo hago como el Bolso con mayúsculas, la Planta con mayúsculas, el Teléfono con mayúsculas, el Libro con mayúsculas… pues no son objetos comunes, son propios, o si no propios, sí con quienes comparto mi existencia, y a quienes muchas veces hablo e interpelo, en  voz baja eso sí,  ya esté sola o acompañada, para no preocupar a nadie por mi salud mental, ni siquiera a mí.

El caso es que con el Navegador hice dos excepciones: le puse un nombre, bueno, un mote – el Tonto-  y hablaba con él en voz alta. Quizá una cosa sea consecuencia de a otra, o viceversa.  Además, el hecho de que el Navegador también hable en voz alta parece justificar mi comunicación con él, pues nadie hasta ahora, al vernos discutir, ha dado muestras de extrañeza. Ni siquiera yo.

Al principio estaba un poco preocupada por él, y es que tiene diferentes voces, he llegado a contar hasta cuatro, la de Ana, Enrique, Ricardo y Marina. Esas en castellano, que a veces le da por practicar inglés o alemán, y entonces toma la de John o la de Dieter. Pero pronto me di cuenta de que no padecía un trastorno de identidad disociativo, cosa que me tranquilizó bastante, y que sólo trataba de impresionarme, de modo que perdoné esos alardes narcisistas porque me resultaron enternecedores,  quién no se ha comportado así alguna vez… El caso es que, a pesar de  tanta variedad de timbres y tanto idioma, el Tonto tiene una personalidad muy definida, y si hay algo que le caracteriza es, más que su empeño por escoger siempre la ruta más larga –a eso debe su mote-, su terrible orgullo, que le impide reconocer que sus rutas siempre son mejorables.

Nuestra relación fue bien durante poco tiempo, porque cuando tras tres o cuatro intentos de dejarme guiar por él terminé por recorridos delirantes y laberínticos, comencé a perder la paciencia y la ternura, aparecieron los reproches, las decepciones, incluso algún exabrupto… Un día terminé diciéndole que habría sido mejor profesional si en lugar de haber puesto tanto empeño en el dominio lingüístico se hubiera estudiado los mapas. Se lo tomó muy a mal, y para evitar silencios tensos y malas caras lo dejé guardado en la guantera durante muchos meses.

Sin embargo, como no me gusta estar a malas con nadie, decidí darle una última oportunidad al llegar el verano y dejé que él planificara la ruta desde Madrid hasta el pueblo de Soria donde había decidido pasar unos días de vacaciones con mis hijos. Pero cuando me di cuenta de que pretendía llevarme por la N-I, haciéndome cruzar desde Pozuelo el centro de Madrid para tomarla, me di cuenta de que el orgullo herido del Tonto dirigía un afán vengativo,  y que no me iba a perdonar mis reproches ni esa irritante forma mía de cuestionarle todo el tiempo. Así que no me dejó otra opción que desautorizarlo una vez más y rectificar para coger la N-II, que ya tuve que tomar en Avenida de América.

El Tonto de nuevo se lo tomó a mal, y en lugar de reconocer por una vez que yo lo había pensado mejor y recalcular su ruta, se mantuvo en sus trece, y durante kilómetros y kilómetros de la N-II estuve escuchándole decir en todos los idiomas, “dé la vuelta en cuanto le sea posible”.  Lo decía de una forma tan insistente y con una seguridad tal que hizo tambalear la mía, y me preguntaba si quizá yo no habría mirado bien el mapa, si no habría sido mejor hacerle caso por una vez, y qué pasaría de estar yo equivocada, si de pronto llego a Zaragoza y no aparece ningún desvío a Soria, o peor, hasta Barcelona, o más allá incluso. Mi viaje de dos horas y media se convertiría en uno de muchas, de seis, de ocho, con dos niños quejumbrosos en el asiento trasero mientras yo trato de no dormirme ni perder la concentración.

Pero no, en Medinaceli apareció el desvío y entonces el Tonto enmudeció. Yo había mirado bien el mapa, y llegamos a destino sin descaminarnos.

Sin embargo, eso que me pareció orgullo del Tonto, “dé la vuelta en cuanto le sea posible” se transformó en vaticinio  o premonición cuando nada más llegar al destino, mi hijo se rompió un brazo.  Entonces pensé que, por una vez, el Tonto podría haber tenido razón, y yo debería haber dado la vuelta cuando él me lo dijo, pero no hacia Burgos sino de vuelta a casa,  y así habría evitado una fractura el primer día de vacaciones, el  turismo por el hospital de Soria, y alguna aventurilla imprevista más. O puede que no se estuviera vengando, y que su sexto sentido me estuviera advirtiendo “Dé la vuelta en cuanto le sea posible, lo mejor para que no pase nada es no hacer nada”. Donde nada significa nada.

A  pesar de las advertencias y del riesgo, decidí continuar viajando. Eso sí, la siguiente vez que lo hice, me arrojé con los dos niños a la carretera sin más arma que un mapa de carreteras en la cabeza,  que era lo que por otra parte había hecho hasta que apareció el furor del GPS.  El Tonto ha quedado relegado a la guantera, pero no es despecho, todo lo contrario, ahora sé que no sólo no lo necesito sino que viajo mejor sin él.  Sin embargo, cuando de vez en cuando abro la guantera y lo veo ahí, me mira muy serio y me dice, ahora en voz baja para que nadie más pueda oírle, que no me engañe, que lo mío es orgullo. Yo le sonrío condescendiente. Me ha vuelto a parecer tierno.

 

Relato: Humanamente

Mientras lo siga viendo alejarse no se me quitará esta angustia. En realidad no, en realidad no bastará con dejar de ver su barca perderse en el horizonte. De verdad que intento consolarme. Intento pensar que soy demasiado grande como para necesitar consuelo. Que fue bonito. Que todo tiene un principio y un final, y que, después de todo, éste no es tan malo. Me puedo decir un millón de cosas que en realidad no creo, por si a fuerza de repetirlas termino creyendo, pero de momento, si soy sincera del todo, no puedo evitar la ira ni la sensación de haber sido estafada, engañada y utilizada. Es todo un ciclo. Después llegará la tristeza. Tendré que llegar a reconocer mi tristeza para que puedan cicatrizar las heridas. Pero no importa. Es un ciclo. Después comenzará otro. Y tengo toda la eternidad.

 Apareció en la playa tras la tormenta. Sucio, inconsciente, medio ahogado. Lo recogí, lo lavé, lo cuidé. Y cuando abrió los ojos, me miró como si fuera una aparición. Y dijo debo estar muerto, pero gracias, gracias, gracias, gracias. Y yo le dije que estaba vivo. Y él dijo gracias, gracias, gracias. Y así cada mañana. Durante siete, diez, quince años… es fácil perder la conciencia del tiempo. Yo la perdí, pero él mucho más… y al recuperarla fue también mucho más duro. Por la culpa. Cuánta culpa ese último mes y medio que te llevó preparar tu marcha. Pero tú eres fuerte, ¿verdad? Tú eres fuerte, y lo fácil era entregármela a mí entera. Cada día estuviste encontrando la manera de alejarte indemne. ¿Te hizo eso más hombre?

 ¿Te hizo más hombre convertirme en diosa? Que tengo rostro de diosa, cuerpo de diosa, piel de diosa y sexo de diosa. Pero no era ofreciéndome plegarias o sacrificios como buscabas la eternidad, sino clavándote humanamente en mi carne. No te coloqué grillete alguno, que el día que quisiste marchar lo hiciste. Ni detuve el tiempo tampoco. Y si los años te parecieron días, fue la felicidad la culpable, no yo. ¿Y qué hubiera cambiado eso? ¿Qué hubiera cambiado el amarme cinco horas o cinco años?

Que me da igual que te hayas ido. Me da igual que te sientas más seguro envejeciendo junto a tu esposa que junto a tu amante. Me da igual que al llegar a tu casa te justifiques. Que me conviertas en ninfa. Que me culpes de tu larga ausencia. Que digas que te obligué. Que le digas cuánto la extrañaste todo este tiempo.

Miéntele a ella. Miéntele al mundo. Limpia tu culpa a sus ojos, pero sé un hombre, aunque sólo sea para que yo pueda quedarme tranquila sabiendo que amé a un hombre, y ten el valor de reconocerte a ti mismo cuánto amó el prudente Ulises a la dulce Calipso.

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Cuando leí en la Odisea cómo narraba Homero el episodio de Calipso, no pude evitar interpretarlo de otra manera.

El título es un homenaje a Blas de Otero.

2009

Es curioso cómo vuelven algunas historias. A veces me da la impresión de que todo lo que tenía que contar ya lo he escrito. Y que no hay nada más.

2011


Relato: De nuevo ayer

Sabía que llegaría algún día en que me arrepentiría de lo que deseaba. Por ejemplo, el día en que, postrado en una cama, yazca agonizante mirando cómo se desvanece mi vida y busque esas horas perdidas con las que no hice otra cosa sino ansiar que trancurrieran deprisa.

O mucho antes.

Pero hay momentos en los que uno no se ve con un tiempo caduco. O el tiempo caduco da lo mismo. O simplemente me permití el lujo de mandar la caducidad a la mierda, y de desear, sí, de desear que ese día que actuaba como frontera, desapareciera. Y mandé a la mierda ese día.

Y sí, desapareció, como desaparecen todos. Pero sólo una vez que hubieron transcurrido las veinticuatro horas de rigor. Veinticuatro horas que fueron veinticuatro mundos. Y los minutos mil cuatrocientos cuarenta mundos.  Y todo eso sin una sola cana nueva, ni una arruga. Tan sólo desesperación y ansiedad, y rabia. Y por último resignación. Resignación a esos mundos.

Pero desaparecieron. Y cuando por fin llegó ese momento que había recreado mentalmente desde el día en que nací aún sin saberlo, cuando por fin estuvimos frente a frente, cuando sin querer evitarlo se empezó a caer mi piel a pedazos mientras mi boca era incapaz de articular palabras porque también se deshacía, cuando llegó el día que no debió haber acabado nunca, aquel que encontraré cuando busque yaciendo agonizante en una cama, aquel que no duró un mundo sino un suspiro, o tres, o diez, aquel que no duró un mundo peros se convirtió en el mío.

Cuando por fin llegó ese momento, lo único que fui capaz de desear es que fuera de nuevo ayer.

Relato: Bea y yo.

Lunes
Quand il me prend dans ses bras, il me parle tous bas, je vois la vie en rose…. Portazo.
Escucho sus tacones avanzar por el pasillo. Entra en la habitación.
-¿Qué tal el día, mi amor?
Gruñe. No me mira. Me da la espalda y se mete en el baño. Portazo. Abre el agua.
Sigo cantando. Il me dit des mots d’amour, des mots de tous les jours, et ça me fait quelque chose….– ¿Te importa callarte un poquito? Vengo con jaqueca.
Que no se preocupe que no canto más. Ya no tengo ganas. No sé cómo le cabe tanta mala hostia. Me voy al sofá y la espero viendo la tele.
El telediario. Abro una cerveza y me como unas patatas fritas. Abro otra cerveza. Hoy ponen una peli. No viene.
Me termino la tercera cerveza y me voy a la cama. Allí está ella. De espaldas, dormida. No quiere que la toque, se ha puesto camisón.
Me meto en la cama y no me quito yo tampoco la camiseta. Cierro los ojos. Y ya por fin lo veo todo igual de negro que ella.

Jueves

Hoy tenemos una de esas charlas. Los dos desnudos en la cama, con poca luz. Ella no para de mirarme a los ojos, que aunque oscuros con tanta penumbra, se siguen viendo de color miel. Me mira tan fijamente que me pone nervioso. Y me acaricia la cara con sonrisa tontorrona. Correspondo por no ser grosero, pero lo que me apetece es tocarle las nalgas, decir alguna gracia que le haga reír y follar. Sin cargas emocionales. Y va la tía y me lo suelta. Un día quiero tener un hijo contigo.
Y ya. Estira el brazo, apaga la luz, y se da media vuelta. Fin de la velada. Casi mejor, porque con esa declaración de intenciones se me han quitado las ganas. Eso sí, la última palabra la tengo yo, y antes de cerrar los ojos le digo: «pues… cuando quieras…»

Domingo

Las tardes de domingo siempre han sido una mierda. Y la mañana nos la hemos pasado durmiendo. Así que se puede decir que el fin de semana dura lo que dura el sábado. Vamos, que si ya me jodían antes, cuando la actividad se reducía a tirarme en el sofá con una cerveza para la resaca, viendo telebasura y fútbol, hoy que me la he pasado planchando, ni te cuento. Yo no sé si acerté pidiéndome la plancha. El baño da un asco que te cagas, pero se acaba enseguida. Así que mientras ella se ha pasado la tarde metida en la bañera que ella misma acababa de limpiar, con la música a todo trapo, y después con el messenger, y después a pasear a Torque, yo he estado planchando. Toda la puta tarde. Que se dice pronto. Mira, ya llega. Si hasta parece que le ha dado el sol, o eso o Torque se le ha escapado y le ha hecho correr. Sea lo que sea, trae las mejillas sonrosadas. Se acerca y me besa efusiva. Me toca el culo.
– Déjame, que no voy a terminar en la vida. Cuidado que tienes camisas.
No me hace caso. Se quita la camiseta. Está sudando. La tira encima de la montaña recién planchada y la montaña se tambalea, hasta que se cae. Ni lo ve.
– ¿Pero qué haces? ¡Me lo estás tirando todo!
Me callo antes de atragantarme con su lengua. Y terminamos follando encima del derrumbe de ropa recién planchada, con la plancha encendida.

Cuando acaba tiene las mejillas aún más rojas. Y suda más.
Miércoles

En el trabajo me ha llegado un mail cadena. Uno de esos con miles de preguntas personales que tienes que contestar y reenviárselas a 100 amigos para que a su vez pierdan media hora de su tiempo y la vuelvan a reenviar ante el miedo de que la mala suerte eterna los persiga. Al final prefiero el cuestionario que ponerme a trabajar. Voy contestando deprisa y sin dificultad. Película preferida. Número de hermanos. Carne o pescado. Color que te define. Ahí me quedo parado. Color que me define…Me sonrojo pero lo escribo: «el color de Bea».
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