Sábado siete de febrero (II)

Llegamos a casa y miro el teléfono. Sin señales de mi amigo pérez. Me llevo bien con prácticamente todo el mundo, pero amigos tengo pocos. Mi amiga raquel, mi amigo eme, mi amigo pérez, mi amiga ana. Son pocos pero extraordinarios. La inteligencia de mi amigo pérez, por ejemplo, es de una singularidad inversamente proporcional a la de su apellido. Esconde sus zonas frágiles tras un muro de cinismo pintado de humor sardónico, incorrección política, y acidez. Tiene, en definitiva, un discurso ágil, hilarante y cabrón, como sólo un ser muy vulnerable y de inteligencia superior es capaz de articular. Si en lugar de ser auditor interno hubiera sido médico, quizás estaría hablando del Dr. House.

Mi amigo pérez no mira a los ojos cuando habla, posa su mirada en un indeterminado punto del horizonte, y habla sin detenerse y sin apartarla. Poco gesticulante y en tono monocorde, narra con maestría las situaciones que protagoniza en el campo del absurdo, -pérez utiliza el término «delirante«-  en las que a menudo hay algún agente del orden, un funcionario o su jefa como actores, aunque jamás es repetitivo, ni mucho menos vulgar, porque los avatares vitales de pérez son insondables.

El mundo es de los mediocres.

La última vez que vi a mi amigo pérez fue hace un año y medio, o más. Hace mucho. Dejó su trabajo en medio de la peor crisis económica de los últimos años porque le hacía infeliz, una decisión audaz que yo no he tenido el valor de tomar. Y lo aplaudí. No tienes hijos, no tienes hipoteca, estás a tiempo de buscarte, de hacer algo que sí te llene. Yo y mi discurso para otros. Es sencillo aplaudir decisiones muy valientes, muy loables y muy difíciles desde la barrera.  El caso es que poco después desapareció sin avisar.  Normalmente, pérez desaparece cuando lo está pasando mal, o cuando hay una mujer.  Yo respeté su silencio, deseando con fuerza que el motivo fuera el segundo.

Ayer, cientos de días después de su desaparición, sonó al otro lado del teléfono:  me voy a méxico, pero no una temporada, me voy para vivir en méxico, me voy para ser mexicano, para trabajar ya que aquí es imposible, para quedarme, eso sí, voy como espalda mojada, tardaré años en volver. ¿Cuándo? En quince días. Quedamos en hablar para quedar hoy. Me da por pensar que en esa conversación telefónica hemos hablado más que en los últimos dos años, probablemente. Vuelvo a mirar el teléfono y no hay noticias de pérez. Le escribo yo. ¿Quedamos por fin? Sí. Cuidadosamente y en todo momento evitaríamos utilizar la palabra despedida.

Elige él el sitio. Siempre elige él. Siempre tiene lugares interesantes que enseñar. A mí me gusta que elija él. Me gusta lo que me enseña. Llegamos tarde los tres. Ha vuelto a fumar. En la calle hace un frío terrible, pero fumamos. Un cigarro, dos cigarros. Tres cervezas. También las elige él.

Miro a pérez hablar.  Cómo mira a su punto en el horizonte, como levanta sus muros, cómo reacciona cuando se agrieta alguno, cuándo retoma los lúpulos. Cuánto tiempo. Miro los ojos de pérez, su pelo, su postura. Miro su entusiasmo al hablar de su producción de cervezas, lo miro contar historias delirantes, lo miro tratando de retenerlo, necesito esa imagen. Pienso en hacer click, pero aunque lo he pensado, porque hoy me ha entrado una urgencia física de retratar pertenencias, no me he atrevido a llevar la cámara, y además, cuanto más procuro retener la imagen de mi amigo, más aguda es la consciencia de su ausencia, y de estar despidiéndonos. Y no quiero pensar pero pienso en la posibilidad de no volver a verlo. No quiero pensar pero pienso que le he echado de menos. Y no quiero pensar pero pienso que le voy a echar de menos. Al menos esta vez sí tengo la oportunidad de despedirme, no como cuando desaparece sin avisar, como esta última, en que se iba tres meses y han pasado varios cientos de días. Como si sirviera de algo despedirse, sólo para tener que asumir toda la consecuencia de golpe. En una desaparición no sabes cuánto tiempo va a durar la ausencia, no sabes siquiera que te estás despidiendo, la ausencia se diluye con la ignorancia, con la normalidad, sabes que está a menos de diez kilómetros, que en cualquier momento puede sonar el teléfono, que cualquier sábado puede acabar con una cerveza artesana junto a pérez. Ahora sí sé que es una despedida y tengo la oportunidad de despedirme, pero no quiero despedirme. Cuando me llamó y me contó su próxima aventura mexicana, me alegré, porque después de tanto silencio, de tantos meses de ausencia -porque no intuyo sino sé que lo estuvo pasando mal, y que hubo al menos una mujer, incluso es posible la concurrencia de ambas circunstancias- pensé que una aventura sería buena. Y quizás fuera porque estoy terminando Los detectives salvajes, pero méxico me resultó un lugar cercano y conocido, una fuente de inspiración. Sin embargo, ahora, ahora que tengo a pérez delante, y lo escucho, y lo miro, como desde lejos, como si ya se hubiera ido, como si sólo estuviera disfrutando de la oportunidad de desempolvar el recuerdo de un amigo, como una oportunidad para retener sus rasgos, sus gestos, sus historias, de una manera que hace que me entristezca mirarlo, porque no quiero mirarlo así, como si ya se hubiera ido, sino que quiero mirarlo como cuando antes, cuando estaba…

no, ahora, con pérez delante, méxico me parece que está a tomar por culo, que dos o tres años es mucho tiempo. Tengo a pérez delante, ahora que ha vuelto para irse. Y cuidadosamente, y en todo momento, evitaríamos utilizar la palabra despedida.