Después de ver Truman.

Me gusta acercarme a la muerte de vez en cuando, para ir aprendiendo a aceptarla, para enfrentarme y vencer el miedo, como quien vence el vértigo a golpe de saltar una y otra vez desde un puente suspendido por una cuerda.

Cuando era joven me resultaba tan insoportable y tan inconcebible que a veces me paralizaba. Me sobrevenía la conciencia clara de que mi muerte llegaría en un momento tan real como el presente y no solo en esa nebulosa del futuro, esa que cubre los sucesos importantes, tanto los que uno desea como los que teme, y que hace que se imaginen casi imposibles, como si no fueran a llegar nunca. Como las vacaciones de verano en el mes de enero, como el momento de terminar el colegio cuando tienes diez años, como el parto cuando te enteras de que hay una criatura creciéndote por dentro, como… la muerte.

De vez en cuando tenía ataques de hipocondría. Recuerdo mi primer viaje a Lima, con mi madre y mi hermana. Tenía 17 años. Me notaba un algo extraño en la garganta, como un bulto, y estaba convencida de un cáncer de laringe, mi castigo por fumar. Recuerdo el pánico paralizante, el frío, el no poder concentrarme en ninguna conversación, recuerdo las manos congeladas, el despedirme todo el tiempo, ese tratar de ponerme en contacto con algún ser superior que pudiera resolverlo como el dios del que había renegado hacía pocos años, y al que aún tenía la inercia de volver en momentos de pánico a pesar de ser muy consciente de estar lanzando ruegos al vacío, más que ruegos tratos, hasta que recordaba que había renegado, que había decidido que ahí fuera no había nadie con quien pactar. Entonces empezaba a buscar el sentido de una muerte inminente, o mejor dicho de mi vida transcurrida, y pensaba que no tenía ninguno. Morir entonces no tenía ningún sentido. Ni mi vida tampoco. No me había enamorado de nadie, o solo de alguna forma platónica y pura que a mi juicio distaba mucho de lo que debía ser, no sabía lo que era el sexo, la independencia, trabajar, vivir por mi cuenta, o tener un hijo, no había probado casi nada, no había hecho nada que mereciera la pena…. Lo mío no sería una vida sino un proyecto de vida, algo así como tirar a la basura un cuaderno en blanco. Para qué el cuaderno.  Mi madre terminó llevándome a un especialista en cabeza y cuello para que me convenciera de que estaba sana. A la que le vieron algo fue a ella, de eso ahora sólo le queda una cicatriz de un lado a otro del cuello.

He sentido ese miedo muchas veces. El miedo no sólo a la muerte, sino a la ausencia de control sobre ella. A no saber ni cuándo ni cómo, a esa obligación que parece existir de aceptar las cosas como vienen, incluso cuando implican un largo sufrimiento estéril, lo del valle de las lágrimas. Y lo he enfrentado lo suficiente como para darme cuenta de que, en determinadas circunstancias sí puedo decidir el cómo y sí puedo decidir el cuándo. Esta libertad descubierta me hizo sentir más fuerte, incluso poderosa.

Mi aceptación de mi muerte llegó un día de crisis de hipocondría, cuando tras el balance inevitable, cuando esperaba empezar a romperme en pedazos como me había pasado hasta entonces, me sorprendió el siguiente pensamiento: pues ha estado bien, ha estado muy bien. Pensé en mis dos niños, en todas las personas que he amado, en las que amo, en las que amaría, y en ese momento lo amé todo, lo que era mi vida y lo que había sido hasta ese momento. Qué coño bien, ha sido la hostia.

Fue otra falsa alarma, y a partir de ese momento mis ataques de hipocondría son casi inexistentes, y cuando alguna vez amagan lo hacen con menor intensidad. Eso no significa que haya dejado de pensar en la muerte. La pienso, porque sigo con muchas ganas, con mucha curiosidad, y con mucha avidez, y no quiero olvidar que mi tiempo es limitado, que hoy estoy bien pero que no tengo ninguna garantía sobre mañana. El momento de vivir es ahora.

De la muerte no se habla, cada uno puede elegir enfrentarse a este hecho o evitarse el conflicto, pero jamás hablarlo. Es un tabú social, uno de los pocos que quedan, y ese tabú perpetúa el miedo y la no aceptación de que igual de natural es morir como nacer, crecer, relacionarse. Y en eso suelo resultar provocadora y molesta, porque si la muerte sale a relucir en alguna conversación de soslayo, yo entro cruda.  Y recuerdo la tarde de ayer, estudiando historia con Miguel, y le explicaba lo que significaba monoteísta, y hablábamos de las diferentes religiones, y me pregunta de pronto que por qué la gente cree en dioses, y me sorprende con su pregunta habida cuenta de que va a un colegio de curas, y le digo que supongo que para algunas personas la idea de morir es más fácil si creen que después hay un cielo, la vida eterna o la reencarnación. Pablo, que está frente a su portátil con los auriculares puestos, interrumpe su ausencia  e interviene:  yo no creo en dios. ¿Y tú, Miguel? Yo tampoco. ¿Y tú, mamá? Yo tampoco. Entonces Pablo grita «¡¡¡somos ateos!!!», levantando el brazo como si se sintiera orgulloso de nuestra ausencia de red, y de que los tres nos hubiéramos despojado de ella, y Miguel y yo nos contagiamos, y los tres nos sentimos valientes, desafiantes, como tres kamicaces locos que se burlan del peligro, felices de atreverse a vivir,  con el final que eso implica.

4 comentarios sobre “Después de ver Truman.

  1. Tu último párrafo me recuerda conversaciones similares con mis hijos. Y el sentimiento de orgullo al sentirse diferentes, al no creer porque sí. Respecto a la muerte, conforme pasan los años es verdad que la tienes más presente, pero a mí últimamente lo que más me preocupa es dejarme cosas pendientes, pero cosas prácticas como que mi socio no sepa donde están los papeles importantes si me pasa algo, o que queda hipoteca por pagar y mis hijos querrán quedarse en casa, cosas que si me muero, claro no podré resolver, ya ves, no la muerte en si.

    1. Yo también pienso a veces en algún asuntillo práctico, pero al final es como cuando me llaman para venderme un seguro de vida, y argumentan que así puedo estar tranquila y que mis hijos no tendrán que preocuparse por nada, y yo les digo que me parece muy bien, pero que he decidido jugármela a no morir a corto plazo. Ya mejor cuando no haya que atar tantos cabos 🙂

    1. A mí al menos me ayuda a normalizarla. Igual que se habla de educación, de felicidad, de madurez, de sexo, de amor, de miedo, de otras muchas cosas. Y también me desahoga. Como cuando tienes una bola de pena o de angustia, intentas pasarla con pan, y con agua, o con tiempo, pero nada, y lo cuentas de una forma o de otra, y al ver esa bola ya fuera, dimensionada, es más sencillo enfrentarse. En cualquier caso, no sé en tu entorno, pero en el mío es un tema casi intocable (de hecho llevo un montón de días con esto escrito, y pensaba dejarlo como borrador, pero era incapaz de escribir nada después. Lo he tenido que lanzar para poder seguir.)

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