Me está gustando hacer esta colección de reportajes de conciertos en que estamos. Hacer fotografías tiene bastante que ver con mi actitud ante las cosas. El fotógrafo no pertenece a la escena, está fuera de ella, sólo la observa, siempre a distancia, incluso aunque esté muy cerca, la distancia que otorga el no pertenecer, el ver desde fuera, el sentir lo que pasa ahí dentro desde fuera. Como este sábado, cuando estábamos en otra ciudad, en un garito en el que no habíamos estado nunca, viendo esos conciertos a las dos del medio día. Te acercas, miras la escena, y lo que la escena te está diciendo condiciona el encuadre y el momento de hacer click. Hago fotos sin saber nada de fotografía. Sólo veo cosas y algunas me impulsan a hacer click constantemente, con total inconsciencia por lo que va a significar después, en casa, cuando haya cientos de archivos que ver y seleccionar y editar. Sólo sé que algunas escenas tienen algo que tira de mí, y otras no. El sábado la luz era malísima, no hacía esa magia que hace otras veces cuando juega con quien sube al escenario. No hacía magia, no hacía nada. Pero los músicos sí, los que tocaban segundos, por quienes estábamos allí al fin y al cabo, estaban muy vivos, tenían carácter. Y el carácter me gusta, me atrae, me hace apretar el disparador una y otra vez. Veo el carácter desde fuera y me gusta verlo, y captarlo.
Y termina el concierto y saludamos al front man, y nos invita a pasar con ellos la tarde, y nos miramos y no hace falta que digamos nada porque a ti también te pasa eso, también te gusta verlo desde fuera, pero no hacer como que perteneces a una escena a la que no perteneces… No se pertenece a algo tan fácilmente. Y además hay que seleccionar las pertenencias. No quiero pertenecer a todo aquello que me gusta. No hace falta. Hemos visto el carácter, lo hemos escuchado, lo hemos recibido. Todo está bien y en equilibrio así. Me acuerdo sin querer del otro día, cuando nevó. Me gusta la nieve, pero no me gusta ir a la nieve. No me gusta el frío, no me atrae nada el esquí, no me gusta mojarme la ropa y no me gusta usar ropa de frío de la que no se moja pero que no da libertad de movimientos, no me gusta el frío. Y sin embargo me gusta la nieve, ver la nieve, y sentirla, pero desde fuera o de refilón. Y el otro día, que nevó, pero poco, cuando caminaba desde coche hasta la oficina, miraba atenta cómo la nieve se había colocado sobre las ramitas de las plantas furtivas del parking, como haciendo equilibrios, frágil, y cómo se mantenía virgen y estable en la acera, justo en esa franja en la que no había sal y nadie había pisado para no resbalar siguiendo el camino de baldosas grises, y se me antojó imperativo pisar el sendero blanco, y sentir cómo cruje la nieve bajo mis pies.
Otro de los músicos salió a fumar con nosotros. Resulta que además era fotógrafo, de los que viven de eso, venden fotos, e imparten clases y cursos, y como yo hago fotos y voy con cámara se puso a hablarme como si también lo fuera, y me aconseja acerca de objetivos fijos, de distancias focales, de modos de apertura de diafragma, de la ruptura de la fotografía digital, y de más cosas de las que yo no sé absolutamente nada. Así que me quedo como me quedo en esas situaciones que te sitúan como actor cuando eres observador, como una impostora necia, incapaz de dar una réplica, y lo más honesto habría sido decir “no tengo ni idea de lo que hablas” pero apenas soy capaz de articular despedida.
En el viaje de vuelta pienso en mi impostura y me pregunto si necesito un objetivo fijo. Me acuerdo de los retratos de Coburn, y de pronto me urge una necesidad física de retratar. Ya me había pasado la noche anterior, cuando te miré después de que me hubieras besado en el sofá y sentí que necesitaba esa imagen, tu cara después del beso en el sofá la noche del seis de febrero de 2015. Retratos de pertenencias. El pensamiento se desdibuja mientras me voy quedando dormida en el asiento derecho del coche. ¿Te importa hacerme un cigarro antes de dormir? Claro.