La conversación comenzó a raíz de una noticia en el telediario de un festival de cine al que había asistido Alec Baldwin. Al verlo lo tildaste de mal actor, de haber participado en películas terribles. Me pregunté por qué una persona que se considera buena acepta proyectos mediocres que tiran por tierra su prestigio profesional.
-Bueno, incluso los mejores, incluso los valientes, los que después producen cine indie, firman de vez en cuando un taquillazo para hacer caja.
-Ya, pero a costa de qué. Podrían ser más selectivos.
-A lo mejor no siempre pueden, no se trata de algo frívolo. Es o una mierda o nada. Noveles, o actores pasados los cuarenta, no tienen más remedio que actuar en bodriazos porque es lo único que les ofrecen.
Me estaba empezando a irritar, ¿por qué me estaba irritando? No sé, pero me estaba irritando. Como si se tratara de algo personal:
-Pero diciendo sí a según qué cosas se están faltando al respeto a sí mismos. Cómo esperan que después se les siga considerando grandes cuando se humillan aceptando según qué papeles. Y estoy segura de que se pueden permitir el lujo de elegir.
El endurecimiento de mi postura, mi juicio, mi inclemencia, te hicieron saltar.
– ¡Y nosotros qué sabemos! ¡Qué sabemos nosotros de ellos, y de lo que pueden o no elegir!
Eso dijiste. Vehemente. Di por zanjado el tema porque estaba de muy mal humor, y ese mal humor me ponía de peor humor aún. Por qué tenía que terminar irritada por Alec Baldwin. Y qué me importa a mí ese tipo. Por qué me tengo que enfadar por los papeles que interpreta o deja de interpretar. Se acabó la historia. O no. Porque al día siguiente, según iba a trabajar, le seguí dando vueltas. Y sí, claro que se puede elegir. Lo sabía. Y lo sabía porque yo misma acababa de aceptar un papel no terrible pero sí mediocre. Y había podido elegir. Entre eso y nada. Y eso es una elección. Podría haber elegido nada. Que puede que cuando la elección es entre dos opciones desagradables o difíciles la sensación de libertad se diluya, pero lo cierto es que se puede elegir. Es eso o un despido improcedente, es lo que había escuchado unos días antes en un despacho. Está bien, eso. Había contestado yo. Aunque eso fuera mediocre, aunque viniera de quien desprecio. Y había podido elegir. El blanco y el negro. Los absolutos. Lo digno y lo indigno. Pero es que en la vida no todo es blanco o negro, hay una extensa gama de grises. Eso lo he escuchado un millón de veces. Los grises. El miedo, la precariedad, la debilidad, las flaquezas, el miedo, los grises.
Y sí, claro, claro que se pueden comprender. Se pueden comprender porque todos estamos llenos de grises, porque todos tenemos miedos, porque ahí fuera planea el holocausto, porque hay tanta gente sufriendo, porque tenemos responsabilidades, porque no podemos ser inconscientes, por la sensatez, porque la dignidad se va haciendo diminuta, porque el miedo.
Se puede mostrar piedad, clemencia y comprensión frente al gris. Pero el blanco existe y el negro existe, los absolutos existen – lo sabes, cómo no lo vas a saber cuando eres uno de ellos-. Y ya sé por qué estaba tan irritada y de tan mal humor, por qué esos juicios tan duros contra ese dichoso actor, por qué ese desprecio. Porque yo era Alec Baldwin. Y sí, se puede elegir.