Por fin los ciervos

Hoy volvieron a entrar en mi despacho a la hora del recreo. Giré solo mi cabeza, qué os pasa, me dicen que quieren hablar conmigo, que no pueden más. Me mentalizo: no va a ser rápido, no me va a gustar. Me doy la vuelta completa girando mi silla con las ruedas, con desenfado, como si fuera a patinar y a recibir velocidad en la cara, o aire, o las dos cosas, aunque no ocurre. Ellas forman un corro a mi alrededor. Antes de las vacaciones ya habían venido a quejarse, varias veces. Su grupo está dividido en dos, y la mitad presente ahora mismo en mi despacho ha tomado la costumbre de desahogarse de forma recurrente de la otra mitad. A pesar del mal ambiente del grupo conseguimos estrenar en diciembre la obra de teatro con éxito. Ocho representaciones en dos días. Estuvieron exultantes. Yo estuve exultante. Pensé durante esas cuarenta y ocho horas que el teatro tenía una poderosa fuerza para unir a las personas y romar sus aristas. Pero no.

Me dicen que desde la obra se estaban llevando mejor a costa de mantener una distancia enorme entre los dos grupos. Solo se relacionaban cuando era necesario para algo académico. Pero incluso sin relacionarse les molestaban las actitudes de los otros. La forma en la que contestaban a los profesores, en la que no contestaban, la forma de participar y la forma de distraerse. Les molestaba escuchar las risitas de fondo cuando intervenían o cuando no intervenían, porque tenían la sensación de que esas risitas estaban dirigidas a ellas. Les molestaba cuando alguien de ese otro bando era reprendido porque nunca lo era con la suficiente severidad. En esa brecha humana el tiempo se medía en fijar la atención en aquello que molestaba.

A mí me molestaba la costumbre que tenían de venir a hablar mal de sus compañeros. Pero sobre todo me molestaba haberme equivocado. Les pregunto si han tratado de hablar entre ellos. Me dicen que no saben cómo hacerlo, porque es difícil decirles a los otros que no les gusta cómo son. Me sonrío. Podemos cambiar algún comportamiento concreto si sabemos que molesta, pero nadie va a dejar de ser como es. El infierno son los otros, y con eso hay que aprender a convivir.

Salgo del trabajo y me entretengo en mirar Instagram mientras termina Miriam. Vamos a ir a un curso por la tarde y vamos a comer algo juntas antes. Últimamente en el móvil no paran de aparecerme o bien productos antiedad o bien tutoriales para lograr dominar posturas de lo que yo llamo yoga acrobático. Comienza una batería de productos antiedad, enseñan fotos del antes y el después, un antes de mujeres con una piel llena de manchas, párpados y pómulos caídos y oscuros, papada, una luz mortecina y aspecto de estar tristes. O enfadadas. Las fotos del después muestran un rostro resplandeciente y rejuvenecido, bañado en una luz cálida de amanecer, con una enorme sonrisa que levanta pómulos y párpados, y un filtro fotográfico que nadie se ha esforzado en disimular, montando una comparativa grosera. El resultado es un rejuvenecimiento imposible pero que siembra dudas debido a la necesidad de creer. Procuro que mi certeza del engaño sea más fuerte que mi fe y procuro avanzar por esas imágenes sin detenerme para pasar desapercibida ante el algoritmo hasta que llego a las posturas de yoga, y yo, que de joven nunca conseguí hacer un puente de caderas completo, ni el pino, ni el pino puente, ni un split, ni absolutamente nada, me veo fantaseando ante la posibilidad de transformarme en una diosa de la flexibilidad. Nadie va a dejar de ser como es.

Recuerdo que necesito ayuda con la comida en casa. Abro whatsapp y busco tu icono. Miro los mensajes que se acumulan en nuestro hilo. ¿Puedes preparar un poco de arroz? Voy. Gracias. Estoy saliendo, ¿haces un arrocito de guarnición de esos tan ricos? Ok. ¿Hay que comprar algo? Hoy no como en casa, ¿estás para hacer una guarnición? Somos nosotros hablando pero no somos nosotros hablando. Somos unos nosotros desvirtuados. En la era de los correos electrónicos era más sencillo separar los mensajes domésticos de otros. La mensajería los va acumulando todos, sean de lo que sean, sin filtrar ni separar por temas o intensidad, y los estratifica hasta que todo es una masa informe dominada por el día a día. Echo de menos el correo electrónico, su nivel formal, su no inmediatez, su cuidado. Nuestro canal de whatsapp es una concentración de irrelevancia útil.

A las ocho salimos del curso. Es solo la primera sesión de un programa para utilizar el fanzine como elemento de expresión en las aulas. Nos han dado una caja con materiales para ir utilizando en las próximas sesiones. Reflexiono en voz alta que en realidad no necesitamos un curso para saber las posibilidades expresivas y creativas que tiene crear una revista o un fanzine o como lo quieras llamar en el aula, pero que hay que reconocer que el hecho de que te lo vuelvan a contar y refrescarte de ideas sirve como una forma de recordártelo y de renovarte las ganas y la ilusión de probar recursos distintos a los que por rutina terminas haciendo. Miriam está de acuerdo. Dice que ella necesita de vez en cuando esos recuerdos a modo de estímulo. Dice que la rutina mata su creatividad. Dice que ella piensa que de alguna manera sí es creativa. Le pregunto que en qué campos. Me dice que ella hizo teatro durante mucho tiempo. Que también bailaba. Ahora de vez en cuando hace algún workshop de dos o tres días y que así resucita. Dice que le gustaría aprender a tocar un instrumento. El piano. Pienso que expresarse a través del cuerpo es muy poderoso. Pienso en el yoga acrobático. Nos quedamos un rato calladas.

Miro la hora porque he quedado contigo para ir a un concierto. Estoy cansada pero es un estímulo. Como el fanzine. Pienso que en los días tampoco hay separación entre la irrelevancia y el lirismo, el mercadona y el asombro, las palabras anodinas y las que van a necesitar ser escritas, y va llegando todo por acumulación, estratificándose, y es la memoria la que se encarga de entresacar los brillos. Pienso que es bonita la memoria y su filtro. Whastapp debería filtrar los mensajes que permanecen, desaparecer los del arroz. Ya dentro tomamos dos cervezas. Empiezas a llorar con Por fin los ciervos. No te veo pero te noto. A mí no me emociona Ricardo Lezón pero sé por qué a ti te emociona. Recuerdo cuando me dejabas libros que te habían gustado y yo jugaba a descubrirte en ellos. Recuerdo que entonces desarrollé mi teoría sobre los niveles de sensibilidad. Ahora te noto llorar y me alivia seguir reconociéndote, la conexión con tu nivel de sensibilidad. Te doy la mano. Nadie va a dejar de ser como es.

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